Recuerdo la primera vez que asistí a un casting. Todavía no tenía 30 años y acababa de comenzar a trabajar en la televisión. Era un pichón de libretista y me invitaron a presenciar una prueba de actores para escoger el reparto de la próxima telenovela. Antes de entrar en la industria, había escuchado tantos cuentos sobre la operación colchón que, secretamente, casi esperaba ver los ensayos de una película porno. La experiencia fue decepcionante. El productor y el director del proyecto estaban buscando a un galán. Una cantidad infinita de actores pasaban y posaban, actuando la misma escena, esperando ser los elegidos. Por fin llegó uno que parecía reunir las condiciones deseadas: tenía talento y era buen mozo, se manejaba con soltura en la escena y su dicción era aceptable. Además, poseía cierto cartel, su nombre ya era conocido… Sin embargo, faltaba algo. Un algo inasible y difícil de etiquetar. Un algo que costaba describir pero que estaba ahí, una ausencia que cualquiera podía reconocer. “No tiene ángel –sentenció el camarógrafo–. Ese es el problema”.
Esta imagen ha regresado de manera persistente durante todos estos días. Va y viene. Como si rebotara en la oscura lona de la memoria. Cada vez que veo un acto oficial; cada vez que surge una cadena, que hay una transmisión desde la Asamblea, aparece de nuevo esta secuencia. Como si, en medio de toda nuestra incertidumbre, en el raro y poco predecible espectáculo político, estuviéramos asistiendo a una prueba actoral. El país también es ahora un casting.
Ya lo sabemos: este gobierno puede improvisar en todo menos en las comunicaciones. Llevamos catorce años viendo cómo se reproduce mil veces un guión. Chávez ha demostrado que la espontaneidad es un trabajo, que también necesita ensayarse. Y ahora que él no está presente sobre el escenario, se hacen todavía más obvios los procedimientos del perfomance. Ahora muchos de los actores del reparto intentan repetir las líneas principales. Ponen su voz, su figura, sus muecas y sus gestos al servicio de una estructura, de una escena ya probada, de éxito seguro.
Ahí va Nicolás Maduro, alzando de pronto la voz y dejándose llevar por un rapto de pasión, mientras anuncia que no permitirá que nadie incendie al país. Brama. Como si estuviera rodeado de fósforos. Como si el mapa oliera a kerosén. Ahí está Diosdado Cabello, ensayando el humor y tratando de ejercer la ironía. Dobla la boca, masca un comentario sardónico. Ahí está, carajeando a diestra y siniestra a quienes los adversan, a quienes osan contradecirlos. Como si el poder no fuera una experiencia civil y, por lo tanto, flexible. Como si su tiempo fuera eterno. Ahí está Ramírez, en plan desafiante. Ahí va Rodríguez, también, estrujando cinismos… Todos cruzan frente a las cámaras, como siguiendo las mismas instrucciones; se pliegan al libreto, tratando de imitar lo mejor posible al actor principal. Pero algo falta. Algo inasible y difícil de etiquetar. El carisma no se aprende, no se copia, no se compra. Esa es la condición del ángel: se tiene o no se tiene. Es un don o una tragedia.
Sin Chávez, las cosas suenan igual pero no se oyen igual. Pueden satanizar a la oposición de la misma manera rabiosa e histérica. Alguien estornuda en San Ignacio del Cocuy y la culpa es de la oposición. Se va la luz y la oposición anda saboteando. Un idiota eructa en Twitter y, por supuesto, se trata de un acto terrorista de tooooda la oposición. Hay una epidemia equis y seguro que la equis y la epidemia son un invento de la oposición… Suena igual pero no se oye igual. No es un juego de palabras. Escuchar es una experiencia sensible. Sin ángel, el discurso cruje en el aire. Lo que daba risa ahora suena un poco absurdo, ridículo. ¿Cómo la oposición, minúscula y débil, incapaz de ganar una elección, es al mismo tiempo superpoderosa y gigante, una amenaza inmensa para la patria? Algo no cuadra. Por más que Maduro exija o suplique: ¡“Métanse conmigo!”, algo no suena. Algo no está saliendo bien.
El Gobierno está cercado por la tragedia de haber construido un sistema narcisista que, de pronto, perdió su centro, el eje que organizaba todos los deseos, la figura que imponía autoridad y unidad. Y los que quedan están empeñados en un imposible: repetir un ángel. En ese camino, se desdibujan, transforman o esconden su propia voz, renuncian a su identidad. Invocan el amor y el odio con las mismas palabras, de la misma manera, queriendo calcar el mismo espíritu. Pero la conexión falla. Lo tienen todo, menos la magia. Viven con un carisma fiado. Y temen que eso tenga sus límites. Que eso también sea un “por ahora”.