Es probable que, con su agonía, Hugo Chávez haya logrado la inmortalidad que buscó siempre, esa certeza de veneración eterna reservada a los santos, los mártires, los redentores. Las imágenes en las calles de Venezuela son inequívocas: no comparan a Chávez con Bolívar -su numen secular- sino con Jesucristo. Algunos carteles van más lejos, más hondo: “el pueblo es Chávez”, “todos somos Chávez”: un nuevo milagro de la transubstanciación.
No es imposible que los jerarcas de Cuba, en cuyas manos está el desenlace, decidan que Chávez siga gobernando como el Cid Campeador, que ganaba batallas después de muerto. Pero si, como es lo más probable, Chávez muere, en cuanto su muerte se haga pública lo que sobrevendrá es el doloroso duelo de un amplio sector de la sociedad venezolana. Algo similar ocurrió con Eva Perón, la heroína de “los descamisados”, que murió de un cáncer fulminante a los 33 años. Su santificación fue instantánea y perdura hasta hoy. A partir de esa premisa, los escenarios futuros son diversos y, como siempre, inescrutables. El mío es el siguiente: el duelo durará varios meses y Venezuela convocará a elecciones. Si éstas tienen lugar, el sentimiento de pesar, aunado a la gratitud que un amplio sector de la población siente por Chávez, serán factores determinantes en el probable triunfo de un candidato chavista. A ello contribuirán también los órganos electorales, fiscales, judiciales y -en parte- los legislativos, que seguirán en manos del chavismo. En esta misma lógica, el candidato más probable será Nicolás Maduro, el ungido por Chávez (y los Castro), pero las complicaciones de la sucesión pueden favorecer finalmente al candidato menos atractivo para Cuba, a Diosdado Cabello. Tampoco es descartable un triunfo de la oposición. En cualquier caso, creo que el escenario de violencia es remoto.
Mientras transcurre el duelo, Venezuela vivirá un chavismo sin Chávez. Su retrato en tiempos de gloria, su silla vacía, su imagen retransmitida interminablemente, acompañará por un tiempo al nuevo presidente. Pero en todas las religiones (y en la naturaleza humana) los duelos tienen un fin. Y en ese momento, que será como un extraño despertar, todos los venezolanos, chavistas y no chavistas, deberán enfrentar la ineludible y gravísima realidad económica. Ocurrió en la URSS en 1989, ocurrirá definitivamente en Cuba, ocurrirá en Venezuela.
Los indicadores de alarma son del dominio público. El déficit fiscal es del 20% del PIB, unos 70 mil millones de dólares. El tipo de cambio oficial es de 4.3 bolívares por dólar, pero en el mercado negro llega a 18. La inflación, por varios años, ha sido la más alta de la región. El desabasto (que debido al desmantelamiento sistemático de la planta productiva, el éxodo de la clase media profesional y la falta de inversión, se ha convertido casi en una tradición venezolana) sólo se palió en 2012 a un altísimo costo, cuando el gobierno de Chávez echó la casa por la ventana en la compra de todo tipo de productos para agradecer (aceitar, inducir) el voto de sus partidarios. Pero ahora Venezuela padece una aguda carestía de divisas. ¿Cómo explicar que un país que en la era de Chávez ha percibido más de 800,000 millones de dólares por ingresos petroleros presente cuentas tan alarmantes?
Buena parte de la explicación está en el petróleo. En 1998 Venezuela producía 3.3 millones de barriles diarios y exportaba (y cobraba) 2.7 millones de barriles diarios. Ahora la producción se ha desplomado a 2.4 millones de barriles diarios, de los que sólo cobra 900,000 (los que vende a Estados Unidos, el odiado imperio). El resto que no se cobra se divide así: 800,000 van al consumo interno, prácticamente gratuito (y que provoca un jugoso negocio de exportación ilegal); 300,000 se destinan a pagar créditos y productos adquiridos en China; 100,000 se restan por importación de gasolina; y 300,000 van a países del Caribe que pagan (si es que pagan) con descuentos y plazos amplísimos, o pagan como Cuba (a la que se exportan 100,000), simbólicamente (con envío de personal médico, educativo, y policial), y se benefician del petróleo venezolano al extremo de reexportarlo. Con respecto al inicio del gobierno de Chávez, el ingreso efectivo de Venezuela por exportaciones de petróleo ha disminuido a la tercera parte.
En medio del duelo o inmediatamente después, un presidente chavista deberá enfrentar esta realidad y encarar al público. Pero ese presidente chavista ya no será Chávez, el hipnótico Chávez, Chávez el taumaturgo, Chávez el líder que lo explicaba todo, lo justificaba todo, lo amortiguaba todo. Fiel a la antigua cultura política de raíz hispana, el pueblo reaccionará a esas situaciones con indignación: culpará a los chavistas de no estar a la altura del líder y su legado, dirá “Chávez no lo habría permitido”, “Chávez lo habría resuelto”. Ese podría ser el fin del chavismo sin Chávez. Y la gran oportunidad de la oposición.
Después de largos años de inconsistencias y errores, la oposición venezolana ha estado unida, eligió a un líder inteligente y valeroso (Henrique Capriles) y tuvo un desempeño notable en las elecciones: recabó casi 7 millones de votos. Durante la agonía de Chávez, sin dejar de alzar la voz de protesta, la oposición ha mostrado una notable prudencia. Y ha hecho bien: cualquier desbordamiento de las pasiones puede ser leído como una provocación y desembocar en la violencia. Pero si la oposición -que ha esperado tanto- conserva la cohesión y el ánimo, podría avanzar en las siguientes elecciones presidenciales y recuperar -sobre todo después del duelo- las posiciones que ha perdido. En ese despertar, una fuerza ahora apagada y latente deberá despertar también: los estudiantes. Tuvieron un papel clave en el referéndum de 2007 (que impidió la conversión abierta de Venezuela al modelo cubano) y quizá lo tengan una vez más ahora.
Lo que está en juego no es sólo la recuperación económica de Venezuela ni la normalización de la democracia, trece años secuestrada por el redentorismo político de Chávez. Lo que está en juego es la convivencia elemental en una sociedad desgarrada por la intolerancia, la discordia y la propaganda de odio inducida desde el poder. Carl Schmitt, el filósofo del nazismo, acuñó la teoría del “amigo/enemigo” como el binomio esencial de la política. Chávez ha sido su discípulo fiel. Pocos gobernantes latinoamericanos han practicado con igual fanatismo esa doctrina. Tras el duelo, ese binomio debe desaparecer del debate público. Sólo así llegará la reconciliación de la familia venezolana.