Publicada en 1929, por la recordada Teresa de la Parra, la novela corta bautizada como Memorias de Mamá Blanca ofrece un exquisito repertorio literario colmado de metáforas de la Venezuela que se levantaba en pleno siglo XX, y que no escapaba a una mezcla de tradición, miradas hacia el extranjero y nostalgia viva de un pasado rural que en letras se hace eterno.
Escrita como una suerte de cuentos cortos, la segunda novela de la Parra relata las peripecias infantiles de un cortejo de hermanas, de no más de siete años, que transcurren sus días en una hacienda del llano criollo de nombre Piedra Azul.
En principio, la autora narra el cómo esas memorias terminaron en sus manos y hace creer al lector que fueron dejadas en testamento por una abuelita solitaria llamada Mamá Blanca. Las primeras líneas revelan con extrema dulzura una serie de breves encuentros entre una niña y la mencionada anciana que terminarán por dar forma a la totalidad de la historia.
“Me dolía tanto que mis muertos se volvieran a morir conmigo que se me ocurrió la idea de encerrarlos aquí. Éste es el retrato de mi memoria. Lo dejo entre tus manos”, dice Mamá Blanca a la niña y la frase se presenta como una revelación curiosa de las páginas siguientes.
Más adelante se presenta al lector el primer cuento que no es más que una completa introducción del relato en sí. “Blanca Nieves y compañía”, se titula y en éste se presentan a las seis criaturas, nacidas del vientre poético de Mamá Blanca. Ellas son Aurora, Violeta, Estrella, Rosalinda, Aura Flor y por supuesto, Blanca Nieves.
De la última pequeña se describen sus cinco años avanzados en su cutis trigueño, sus piernas “quemadísimas por el sol” y los ojos oscuros como la noche. Poco tiempo después las páginas descubrirán que ella la voz en el relato. Es en su memoria que descansan los recuerdos de la nívea madre.
En el primer capítulo se describe la atmósfera verde de aquel manso llano, la sabana limpia de estructuras urbanas, la sabiduría añejada en los ojos aguarapados de los trabajadores de la tierra y la alegría vespertina de saberse rodeada de tan enorme paisaje.
En un segundo vistazo a la sociedad del siglo XX, se expone el drama íntimo de las visitas, esas llegadas a veces inoportunas que tenían que ser recibidas con guarapo fuerte, pastas y el sacrificio de algún animal.
“Vienen visitas” es el título que se alimenta de una historia en paralelo muy cercana al mismo drama familiar: La ausencia de churquitos en los cabellos de Blanca Nieves. Cuenta de la Parra que para Mamá Blanca era una pena que su hija, a diferencia de las otras cinco, no tuviera esas ondulaciones que le aseguraban elegancia y prestigio entre las habladurías de aquel entonces.
La narración adquiere matices divertidos cuando se expresa que la madre encharcaba los lacios cabellos de la niña con un líquido extraído de ramas y plantas aromáticas llamadas popularmente “bejuco”.
Un tercer relato asoma la figura del nacido en Venezuela pero que anhela las tierras extranjeras. De la Parra lo hace bajo la aparición del personaje de “Primo Juancho”, quien se muestra muy culto, dominante de prosas y conductas europeas:
“Siempre era lo mismo: Abandonados los estribos, no bien sus pies habían tocado el suelo, inmediatamente, después de saludarnos con mucho cariño, se quejaba con mucha indignación del mal estado de los caminos, del exceso de polvo, de la falta de puentes, de la pobreza de los ríos (…) y acababa aconsejándole a Papá que encargara en Europa un caballo de pura sangre, que tratara de montar dando saltos a la moda inglesa con un casco blanco en la cabeza…”
Para retornar a las raíces venezolanas, en el siguiente relato la autora presenta a “Vicente Cochocho”, el peón de confianza de la hacienda, quien representaba para las niñas el hombre más tierno, seductor y de buen corazón de toda la extensa llanura, pese a los malos comentarios que suscitaba en el resto de los empleados y hasta en los padres de las pequeñas.
“Cochocho, perdónenme otra vez, quiere decir piojo, pero un piojo tan despreciable que ni siquiera se encuentra en el diccionario. Para dar con él hay que ir, según creo, a los Llanos de Venezuela y buscarlo con paciencia entre la piel o crines del ganado, no sé bien”, exponen las líneas y aproximan al lector a la imagen despectiva que rodeaba al hombre.
Así como el humilde trabajador alegraba a las niñas, el trapiche como templo sagrado de travesuras también hace de las suyas en las descripciones de la novela. En el relato “Se acabó trapiche” la autora advierte sobre la tristeza de alejar a las pequeñas del lugar tan concurrido por los habitantes del pueblo.
En el trapiche las niñas corrían sin limitaciones, comían melcochas, interrogaban a los trabajadores sobre sus tradicionales oficios y huían a ratos de las reprensiones de Evelyn, la esclava traída desde Trinidad para cuidar las andanzas de las hermanas.
“Si mi infancia fue feliz; si mi infancia me llama y me sonríe de continuo a través de los años, es porque transcurrió libremente en plena naturaleza y porque tan libre transcurrir iba no obstante encauzado como van los ríos” resalta el texto.
Los cuentos siguientes están rodeados de una continúa nostalgia debido a la despedida de Piedra Azul y el traslado hacia la capital. Las niñas son víctimas del maltrato de una ciudad desconocedora de piojos, vacas, artificios sabaneros, atardeceres puros y canto de ordeño.
Blanca Nieves y sus hermanas transfiguran su infancia a una atmósfera hostil que las llevará desde la repulsión hasta la aceptación de un destino digerido con pasividad por Mamá Blanca. La ciudad era ahora el hogar familiar. Así caminaba un siglo XX, olvidado de costumbres y abierto de par en par a aquello que abanderaba Primo Juancho.
Con sus memorias, la escritora venezolana nacida en París en 1889 dejó un testimonio vivo de las raíces venezolanas. Si bien, su cuerpo dejó de respirar en Madrid en 1936, el 29 de enero de 1946 la Junta Revolucionaria de Gobierno venezolano decreta la repatriación de sus restos al país que fuera su hogar por muchos años. AVN