Dos fragmentos del libro de Fernando Mires: EL PENSAMIENTO DE BENEDICTO XVl.
La fe, la creencia, no existe sin pronombre personal. Ese “yo -tú -él” es quien cree o no cree. De modo que el creer o no, va unido al nombre del que cree, un Yo que indica un nombre, un pro-nombre de una persona, un Yo que al tener nombre es una persona que puede ser llamada por su nombre. No la persona hace al nombre sino que el nombre al ser pronunciado (dicho, llamado) hace a la persona. El nombre no es llamado por la fe, sino que el nombre, la persona, llama a la fe. La fe viene de, o, acude a un llamado, y en el sentido de Ratzinger, ese llamado no surge de un proceso de simple reflexión intelectual, sino que es un grito de auxilio del Yo, de un Yo que teme hundirse “en el océano de la duda” y por lo tanto necesita (quiere, decide) creer.[i] Creer no es sólo un procedimiento intelectual, voluntario, emocional. Es todo eso a la vez. Es un acto de todo el Yo, de toda la persona en su absoluta unidad. Así se entiende porque Paulo entiende a la fe como un acto del corazón (Paulo, Romanos, 10.9)
El océano de la duda es una visión que viene del pensar (imaginar) que la realidad que nos rodea no se sostiene sobre sí misma lo que lleva a la esperanza de que exista otra a la que ese Yo no ve, no escucha, ni toca. La duda viene de la propia ciencia, cuando desde Galileo quedó demostrado que la realidad que perciben los sentidos es sólo una ínfima parte de la verdadera. Es por eso que el Yo busca otro acceso a la realidad pues el conocimiento y el saber no le bastan. Eso, en las palabras de Ratzinger, implica una opción que si bien viene de la desesperación no deja tampoco de ser lógica. Voy a poner un ejemplo simple: Quien es asaltado en la calle pide auxilio a la policía. El grito de auxilio surge de la desesperación, pero el objeto interpelado, la policía, es producto de una lógica, pues quien llama no llama a cualquiera. El miedo a caer en el océano de la duda provoca el llamado a Dios y no a cualquier vecino, de tal modo que la fe también viene del conocimiento sino de Dios, por lo menos de su idea. Dios viene del sentimiento de su ausencia. Es un grito a través del desierto; en un “desierto que crece” (Nietzsche).
Mas, la idea de Dios no llega sola, caminando. Casi siempre la recibimos de alguien. La fe viene siempre “de segunda mano”, dijo una vez Ratzinger.[ii] A ese alguien –puede ser ese alguien una iglesia o una persona– podemos creerle o no; y ese “si o no”, es una decisión. La fe surge de una opción que lleva a creer que aquello que no se ve no sólo no es irreal, sino por el contrario, eso que no se ve, es lo “verdaderamente verdadero”.[iii] Por lo tanto, es la deducción de Ratzinger, la fe es también una decisión racional. Se basa en primer lugar en una percepción que viene de un sentido, es decir, de alguien que “siente” la ausencia de Dios. En un segundo lugar, de alguien que al sentir la ausencia “la piensa” y la comunica y después que ha dialogado, con los demás y consigo, hace, de modo lógico, un llamado a Dios. Por cierto, no es un llamado telefónico. Pero si se me permite por un momento expresarme como los predicadores norteamericanos, podría decir que el alma contiene en su interior un teléfono inalámbrico. Así puede ser que cada una tenga un número dentro de sí; para llamar y ser llamado.
Creer, sin embargo, no sólo es un llamado del Yo; también es una posición del Yo, pues ese Yo no llama en cualquiera dirección, sino desde dentro de la existencia hacia el propio Ser del Yo, cuando descubre una ausencia (carencia, falla) que no es una ausencia de vida, pero sí es una ausencia de ser en su simple estar. Creer supone, por lo tanto, un darse vuelta del yo sobre sí mismo, un viraje, en fin, una conversión (Kehre, de acuerdo al texto de Heidegger; Metanoia, de acuerdo a Ratzinger) El Yo, al darse vuelta sobre sí mismo, al convertir-se, descubre que quien sólo cree en lo que ve es un ciego y por eso necesita ver lo que no se puede ver con los ojos. “Sin ese cambio de la existencia, sin ese entrecruce de la fuerza natural de gravedad, no hay fe” afirma Ratzinger[iv] siguiendo a San Agustín quien una vez escribió en sus Confesiones: “El amor es el peso del alma”
La fe es la conversión mediante la cual el humano descubre que él persigue una ilusión si sólo confía en lo perceptible. Esa es también la profunda razón por la cual la fe no es demostrable. Es un “darse vuelta” del ser sobre sí mismo, repito, una posición del Yo. Pero, repito otra vez, esa posición, como todo cambio de posición, conlleva el peligro del desgarro que en algunos casos puede ser muy profundo. Pues toda opción es también una decisión y toda decisión produce una pérdida. Incluso, esa pérdida puede ser la pérdida del propio Yo. O como acostumbra repetir Benedicto XVl, “creer es perderse en sí mismo”, o lo que es igual, sólo encuentra a Dios quien se pierde en sí mismo y de sí mismo. Y como nuestra fuerza de gravedad insiste en orientarse hacia otra dirección –anota Ratzinger– ese cambio debe ser renovado todos los días. “Solamente a través de una conversión a lo largo de la vida podemos llegar hacia dentro de nosotros mismos, lo que significa decir: yo creo”.[v]
Creer supone realizar una revolución copernicana en el “sí mismo”– afirma Ratzinger–.[vi] Esa revolución consiste en aceptar que el Yo no es el centro del universo y que por lo mismo está sometido a un proceso de rotación en torno a un centro que estando dentro, también está afuera de cada uno, en el Ser-Dios.[vii] Siguiendo la afirmación de Ratzinger podría pensarse que el Yo es un satélite que gira alrededor del Ser, posición altamente incómoda para nuestro ineludible egocentrismo. Pero, si pensamos bien, la Tierra también es un satélite y es precisamente por eso que se sostiene pues sin ese sol que nos da la vida, no habría nada ni nadie aquí.
La fe es un llamado del Yo quien cambia de posición desde sí mismo hacia fuera, en busca del Ser que da sentido (rotación) a su vida. Pero así como Hannah Arendt afirmaba que “pensar es peligroso”[viii] pues eso significa ausentarse de la realidad para viajar hacia zonas desconocidas, a aquel “país del pensamiento” de Kant en donde todos somos extranjeros, creer, en los términos de Ratzinger, también entraña peligros, pues se trata de una aventura, de un salto en uno mismo que puede llevar a la caída en el vacío que se da entre el mundo tangible y el de la fe. Efectivamente, una fe no lograda, una mala conversión, una trasformación precaria del Yo, puede ser más peligrosa en la vida que una fe que no se llama o que no llega. Ese quedarse a medias entre la pura percepción y la fe, es la duda, de la que ninguna fe, porque simplemente somos humanos, puede salvarse.
Ese quedarse a medias entre la duda y la fe, es en gran medida una condición humana a la que es difícil escapar sin un ejercicio continuo de la fe. La fe es su ejercicio –de ahí la importancia enorme que concede Ratzinger a la liturgia, que es uno de los modos en donde la fe es puesta en ejercicio colectivo–. Allí, en el acto litúrgico es revivido el “aquello que sucedió una vez” con lo que “hoy sucede”, el vínculo de “esa vez” con el “hoy”. En la comunión es realizada una comunicación con Dios a través de la presencia revivida de su Hijo, comunicación que atraviesa el espacio y el tiempo mediante el recuerdo actualizado.[ix] La liturgia es la activación de la fe durante el acto de la memoria, del mismo modo que la conversión es traer al recuerdo “aquello”que según Agustín yace oculto en el fondo de la memoria: Dios. ( ….) Lo importante, por el momento, es subrayar que la conversión del Yo que requiere la “adquisición” de la fe, para que sea realmente conversión, tiene necesariamente que venir de un lugar deshabitado por la fe, y ese no es otro que el lugar donde impera la duda. La duda aparece así, como la condición semi- dialéctica de la fe (postulado socrático). Y escribo semi-dialéctica con intención, pues alguien puede dudar de la fe, pero nunca nadie puede tener fe en la duda.
Hay en el clásico libro de Ratzinger “Introducción a la Cristiandad” un pensamiento que nunca más se volverá a repetir en los numerosos textos del autor. Se refiere a cierta situación trágica del creyente actual. Por una parte, afirma Ratzinger, ningún no-creyente está libre de la duda de modo que ese dispositivo de la duda, es el medio por el cual puede tener acceso a la fe.[x] Pero a la inversa, y esta vez en sentido estrictamente dialéctico, la fe, si bien supera a la duda, no la destruye (elimina, borra) sino que la mantiene en condición subalterna al interior de la propia fe.
El creyente de hoy –utiliza Ratzinger una imagen de Paul Claudel– se encuentra amarrado a una cruz, pero esa cruz no se encuentra amarrada a nada. No obstante, el creyente está convencido de que ese madero al cual está atado es más fuerte que toda la nada que circunda a esa cruz. La fe está siempre amenazada de caer en la duda, y la duda, de caer en la nada. Solamente el convencimiento de que ese madero es aún más fuerte que la nada puede salvar al creyente. La cruz, el madero, es el medio de la salvación. Pero la cruz no está atada a ninguna parte. Quien sólo tiene la duda, en cambio, no tiene ningún madero, de modo que una opción es dar vuelta su existencia hacia el Ser de la cruz (madero), o virarla hacia el lado de la nada. De más está decir que para Ratzinger, en el mundo moderno, son muchos los seres humanos que eligen la segunda opción, y viven, por lo mismo, una existencia sin sentido. Al no estar atados en ningún madero caen en el abismo, ese abismo está en ellos mismos, son ellos mismos. Es el vacío del alma, “la nausea” de Sartre. La tragedia del creyente es que si alguna vez quiere liberarse de la inseguridad de la fe, se convertirá en un no-creyente y habrá de vivir entonces con la inseguridad de no tener fe. “Recién en el rechazo será visto que la fe es irrechazable”.[xi]
El creyente como el no creyente tienen, cada uno a su modo, una parte en la fe y otra parte en la duda (“si es que no se ocultan de sí mismos y de la verdad de su ser”– añade Ratzinger). Ninguno puede escapar completamente a la duda. Ninguno puede escapar completamente a la fe. Para uno existe la fe en contra de la duda. Para el otro, la fe se encuentra presente a través de la duda y en forma de duda. Pero la duda puede llegar a ser también el medio de comunicación del creyente con el no creyente, pues la duda no es la nada (quien duda, duda también de la nada) y que así como para el creyente es la duda un medio de corrosión de la fe, para el no creyente ese “quizás” que implica la pronunciación de cada duda, es un llamado, directo o indirecto a la fe.
La duda, por cierto, es un medio para liberarse de la fe. Pero vivir en la duda no es para Ratzinger nada de fácil. Ello significa, a su juicio, caer en una posición nihilista desde donde, tarde o temprano, casi siempre más cerca de la muerte que de la vida, será buscado un medio de afirmación, a veces un substituto, otras un simulacro. Si se observa la literatura de Camus y Sartre –anota Ratzinger– se verá que eso es así.[xii] Camus murió joven, pero Sartre en sus últimos años buscó sustento en mitos de ocasión, incluso en un antipolítico maoísmo. Muy pocos, como Nietzsche, han sabido mantener la duda hasta las últimas consecuencias, pero el fin de Nietzsche no fue nada de envidiable. Incluso Freud, el gran escéptico, busco en sus últimos años un encuentro con el Dios de su pueblo escribiendo sobre Moisés.
¿Cuándo ha vencido la fe a la duda? Pues, cuando el Yo pronuncia, decididamente –o sea, por medio de una decisión (conversión, desgarro)– su Credo: Yo creo. Creo, creo, luego soy. A partir de ese momento el Yo de la duda se transforma en el Yo del Credo. “Creer es un hundimiento del simple Yo y por eso mismo, una resurrección del verdadero Yo, un llegar a ser a través del alejamiento con el simple Yo hacia la comunidad con Dios que está mediada con la comunidad con Cristo”.[xiii]
Ese Yo, es, definitivamente, para Ratzinger, otro Yo. No es el Yo del pensamiento. Es simplemente el Yo de la fe. En suma: no es el Yo de Descartes.
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El Dios de los filósofos es para los filósofos un pensamiento. Para los que viven de y con la fe, nosotros, los humanos, somos pensados por Dios. Dios, antes de la creación, tuvo que haberla (habernos) pensado (Logos). Por eso, en la medida que el Yo dice “yo creo”, no solamente ha sido convertido, sino que ha encontrado en su existencia el pensamiento de un Ser que antes no había “sentido”. Eso significa que el ser humano no se encuentra a solas consigo sino que en relación directa con un Ser que lo antecede, y gracias a ese Ser, con los demás seres de la creación. La conversión del Yo, que es también inversión del Yo hacia sí mismo, no debe ser entendida en ningún caso como un proceso autista, sino que, de acuerdo con la idea de Ratzinger, como un “encuentro” con alguien que pudiendo ser sentido desde dentro de sí, está también afuera de sí. La teología piensa en términos de paradojas. La paradoja en este caso es que el camino hacia fuera viene desde el camino hacia dentro. La paradoja encuentra su expresión en esa “A imagen y semejanza de Dios” que significa que “el ser humano no está encerrado en sí mismo”.[xiv] Ese “A imagen y semejanza de Dios” es entonces una señalización. O más bien, es una dinámica que pone a los humanos en movimiento hacia lo absolutamente otro. La capacidad de relación es la capacidad de Dios de los humanos”.[xv] Es la comunicabilidad en la comunión.
Ratzinger, a fin de fundamentar la aparentemente compleja paradoja de “un adentro que está afuera”, cita al filósofo de Munich Franz von Baader: “El reconocimiento de Dios y el reconocimiento de todas las otras inteligencias y no-inteligencias es deducible del autoreconocimiento (de la autoconciencia) que como todo amor, viene del amor a sí”.[xvi] Quiere decir: para reconocer al Ser hacia fuera de sí es preciso reconocerlo (sentirlo) adentro del “sí mismo”. Quien no ha visto al Ser en su alma no puede verla en la de los demás. Eso lleva a pensar que la relación de una existencia con Dios solamente es posible a partir del reconocimiento de que ese Dios no es particular, sino que se encuentra relacionado con otras existencias, que es precisamente lo que permite la relación de las múltiples existencias a partir del reconocimiento de aquella fusión que se denomina amor. Pero el amor a sí que es necesario para encontrar al Ser no tiene nada que ver con egoísmo. “Alguien puede ser un gran egoísta y al mismo tiempo ser incapaz de vivir en paz consigo”.[xvii] Es por eso que para Ratzinger “el amor divino no significa la negación ni la destrucción del amor humano, sino que su profundización y radicalización hacia una nueva dimensión” .[xviii]
A diferencias del Yo del “yo pienso” de Descartes que es un Yo individual el Yo del Credo es un Yo esencial y radicalmente relacionable. Más aún, un Yo sin relacionalidad es para Ratzinger absolutamente imposible. El Yo es una condición del Tu. Sin Tu no hay Yo. No “yo pienso luego existo”, sino que “yo he sido pensado, por eso soy” quiere decir también: “sólo en la medida que alguien me piensa yo puedo pensarme a mí”. “A través del sí hacia el otro, hacia el Tu, recibo yo de nuevo mi Yo y puedo desde ese momento decirle sí a mi Yo; desde el Tu, de un modo también nuevo: Sí”.[xix]
El principio de interrelación comunicativa que es fenómeno-lógico y teo-lógico a la vez, ha sido por lo demás fundamentado desde una esquina muy distante a las de la teología. Me refiero al psicoanálisis post-freudiano, sobre todo el de Melanie Klein, Eric Erikson, y Ronald Winicott. Ya sea el pecho materno, según Klein, la confianza primaria, según Erikson, la madre-ambiente, según Winicott, el proceso formativo del Yo viene siempre de un “afuera”, desde una fusión post-natal llamada amor, de donde se entiende porque la existencia del Yo es una unidad que vive en, de y desde la relación. Esa es la razón por la cual en el catolicismo ratzingeriano ninguna “cristología” puede estar ausente de “mariología”. María, la madre, el primer Tu del Yo, da sentido y amor al Ser del Yo. “José está por la fidelidad a la tradición de Israel. María representa la esperanza de la humanidad. José es Padre de acuerdo al derecho. Pero María es Madre con su propio cuerpo. De ella depende que Dios haya llegado a ser uno de nosotros”.[xx] Dios eligió al pueblo judío –el pueblo que desde un punto de vista religioso y cultural era el mejor constituido en ese tiempo– como un pueblo para Jesús (elección de pueblo que es entendido por la religión judía de un modo muy diferente). Pero también eligió en María y José la pareja que va a dar origen a una familia con Jesús. Esa fue “la familia elegida”. En ese punto es preciso recordar un detalle anecdótico que quizás es importante para la comprensión del texto: los padres de Benedicto XVl se llamaban José y María.
A través del amor primario a esa existencia post-fetal (que somos todos) es “introyectado” el Ser del amor que es lo que permitirá, en el futuro, amar y ser amado. La ausencia de ese amor, como han destacado muchos psicoanalistas, llevará a la disociación respecto a otras existencias, y por lo mismo a la disociación del Yo, que en situaciones radicales puede culminar en la propia desintegración del “sí mismo” (self). En ese caso, el amor (sentimientos) deberá ser transferido por otros medios que van desde los clínicos hasta los religiosos.
Ser un humano es, por tanto, un “ser-con”. Sin ese “ser-con” no somos nada ni nadie. Somos ser sólo en una relación múltiple del y con el Ser. O como sostiene Ratzinger, el individuo solo, el humano-monada del Renacimiento, sintetizado en la fórmula Cogito-ergo-sum, no existe. El principio básico del Ser, ya lo decía San Agustín, es su indivisibilidad.[xxi] La creación del mundo fue pensada como unidad, de modo que cada división atenta contra el principio básico de la unidad. Todo lo que apunte hacia la desintegración es un atentado en contra de ese principio básico original. Esa es una de las premisas agustinas que sigue el “agustino” Ratzinger. “El ser humano obtiene su mismisidad (self) no solamente “en sí” sino que también “fuera de sí”. Él vive en aquellos de quienes él vive y para quienes él está ahí. El humano es relación”.[xxii]
La ruptura de la relacionalidad consigo, con los demás y con el mundo, significa ausencia de amor, que es otro término para designar al principio básico de la integración de la existencia del Ser. En cambio, todo lo que sea dirigido hacia la integración del Ser, afirma (sustenta, mantiene) la realidad originaria de ese principio. Escribe Ratzinger: “La fe cristiana no reconoce ninguna absoluta separación entre espíritu y materia, entre Dios y materia. La separación establecida por Descartes entre rex extensa y res cogitans no existe…..”[xxiii] Así se explica porque uno de los centros de la unidad del ser consigo será puesto por Ratzinger en el sacramento de la comunión.
La comunión es el sacramento que propone la Iglesia para evitar la desintegración del Ser, en uno mismo, y entre uno mismo con los demás. Es la restauración de la unidad primaria entre existencia y Ser. Ya se adivina entonces la deducción contraria: Todo lo que atenta en contra del principio de unidad originaria, atenta contra el principio de vida, es decir, en contra del amor en ti, a ti, y a los demás. Es, en breve, la falta (ausencia, carencia, insuficiencia) original (y originaria). Esa idea también agustina es la premisa que lleva a la explicación no siempre fácil del, llamémoslo así, “misterio del pecado original”, que en el sentido expuesto es el principio de disociación opuesto al principio de unidad. El pecado es la ruptura de la unidad, el acto desintegrador. “El pecado es pérdida de relación, destrucción de la relación y por eso, el pecado no está encerrado sólo al interior de un Yo particular”.[xxiv] La idea es entonces: Quien se destruye a sí mismo, destruye su relación con los demás. Quien destruye a otro, se destruye a sí mismo. El humano es aquella existencia que puede amar al Ser, pero sin ese amor es también capaz de crucificarlo.
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