La primera sorpresa en el programa fue en el aeropuerto José Martí de La Habana, cuando después de atravesar la taquilla de emigración varios pasajeros comenzaron a acercarse y a darme sus muestras de solidaridad. El afecto fue creciendo en la medida que el trayecto avanzaba y en Panamá encontré a unos venezolanos también muy cariñosos… aunque me pidieron de favor que no subiera la foto con ellos a Facebook… para no tener problemas en su país. Después de esa escala, vino el vuelo más largo hacia Brasil, con una sensación mental y física de descomprensión. Como si hubiera estado sumergida demasiado tiempo sin poder respirar y lograra tomar ahora una bocanada de aire.
El aeropuerto de Recife un lugar para el abrazo. Allí encontré a muchas personas que durante años me han apoyado en mi empeño de viajar fuera de las fronteras nacionales. Hubo flores, regalos y hasta un grupo de gente insultándome que me gustó mucho –lo confieso- porque me permitió decir que yo soñaba con que “algún día en mi país la gente se pudiera expresar públicamente así en contra de algo, sin represalias”. Un verdadero regalo de pluralidad, para mí que llego de una Isla a la que han intentado pintar con el monocromático color de la unanimidad. Más tarde me asomé también a una Internet tan rápida que casi no comprendo, sin páginas censuradas ni funcionarios mirando por el hombro la página que visito.
Así que hasta ahora todo va muy bien. Brasil me ha dado el regalo de la diversidad y del cariño, la posibilidad de apreciar y narrar tantos asombros.