Nadie le ha hecho tanto daño a la democracia como José Miguel Insulza, secretario de la OEA y aspirante a senador chileno. Ni siquiera los déspotas electos y de nuevo cuño -Chávez en Venezuela y Correa en Ecuador, para no citar a otros- quienes manipulan a la democracia y el Estado de Derecho horadando sus contenidos y las garantías que aseguran los derechos para todos los individuos. Y el asunto es simple. Más grave es el perjuicio que causa el juez, quien omite juzgar que el delincuente tuerce a la ley con su arrebato.
Cada vez que se le llama para que haga valer la “seguridad colectiva” democrática o apoye al sistema de protección de derechos humanos, sobre el camino lanza la piedra de la soberanía del Estado y el principio de la No intervención. Obvia sus deberes y desfigura a conveniencia la teleología del principio señalado, nacido para la protección del modelo republicano. Es el mismo argumento que baten a sus anchas las dictaduras más ominosas, incluida la del general Augusto Pinochet, de quien Insulza dice haber sido víctima pero con quien Insulza, al final de las cuentas, comparte comunidad de “ideas”.
Su historia, como cabeza del plenario interamericano, es larga y desdorosa. Al señalar que “espera que la situación en Venezuela se resuelva la próxima semana” y al referirse a la forma en que los poderes públicos venezolanos interpretan la Constitución para sostener las prerrogativas presidenciales de un paciente terminal y aún Presidente electo, apunta que “en términos políticos esto ha evitado un conflicto que no era necesario”.
Le es intrascendente que los poderes de dicho Estado se carguen al orden constitucional y provoquen “mutaciones constitucionales” -verdaderos golpes de Estado, en el lenguaje más ortodoxo- haciéndole decir a la Constitución lo que no dice o atribuyéndole a sus palabras significados que no tienen, siempre que se alcance el objetivo que aprecia de valioso, a saber, la estabilidad del “gendarme” de Caracas, incluso trucado de Cid Campeador.
Las páginas editoriales del mundo, sin sesudas indagaciones observan que en Venezuela ocurre lo anterior. Les resulta escabroso que un mandatario moribundo, desde el extranjero, sin que medien partes médicos sobre su situación, siga gobernando al concluir su mandato. Que dicte actos y los firme desde su sede gubernamental sin estar en ella, y gobierne sin término, oculto, en la práctica secuestrado, avalado por una Justicia obediente y obviando, desde antes y esta vez a su vuelta, el sacramento de la juramentación o declaración de fidelidad a la Constitución; ese que todos los mandatarios republicanos acatan y respetan en las democracias y hasta en las dictaduras, al iniciar o concluir sus funciones.
No cabe bajar hasta el barrial, pero queda la cuestión que hace pública el Gobierno de Venezuela y no es desmentida. A Insulza lo eligen una vez como hace concesiones al presidente Chávez, quien le fija un precio alto a su voto y cuyas consecuencias gravosas las sufre la democracia en el continente. Su comportamiento en los casos de Honduras y Paraguay, por subalterno y penoso, no reclama agregados.
Para cuando deje de ser lo que es, Insulza deja en su haber -a fuerza de posturas resbaladizas- su contribución con la muerte de la OEA, que pierde su objeto fundacional, como lo es proteger las democracias y los derechos humanos e imponer cordones sanitarios a las autocracias.
En su cara le han montado organismos sustitutos y mejor avenidos con las “demo-autocracias”, como la Celac y Unasur. Y a la par, para complacerlas y satisfacer su ego, debilita a los órganos de la Convención Americana de Derechos Humanos, hasta doblegarlos. Pretende que éstos decidan y juzguen según la máxima que rige en la Cuba de los Castro -expulsada de la OEA y luego reingresada a su seno con honores- a cuyo tenor debe favorecerse siempre al gobernante (pro regnum), aun en perjuicio de los derechos ciudadanos y las libertades (pro homine et libertatis).
Declara que la democracia se encuentra en alza, por cuanto los gobiernos son más poderosos y aplastan a las fuentes de poder ajenas que los contienen y contrabalancean. De allí su abulia cada vez que Chávez o Correa, o Cristina Kirchner, persiguen a la prensa, que es la “columna vertebral de la democracia”.
Y con retardo, dice hoy estar pendiente del desenlace “institucional” de Venezuela, que mira con ojo de político taimado, muy a la “cubana” -de cuya estirpe ideológica procede- y con desprecio por la democracia constitucional. Nada comenta sobre la “condena a muerte” que el régimen de facto de Nicolás Maduro le ha impuesto ayer a Iván Simonovis, preso a perpetuidad por razones políticas.