Pero ni en la profusión de autos modernos, ni en la señal wifi que permite conectarse a Internet casi por todos lados, radica la verdadera novedad para mí. Tampoco en los kioscos llenos de periódicos, en los estantes repletos de ofertas de las tiendas o en el perro que en medio del pasillo del metro es tratado como dueño y señor de la situación. Lo raro no es la amabilidad de los dependientes, la casi ausencia de colas, las gárgolas de garras y dientes afilados que sobresalen de las fachadas o el vino que humea y que se toma más para calentar el cuerpo que para disfrute del paladar. Ninguna de esas sensaciones de estreno o casi olvidadas por una década sin viajar, son las que marcan la diferencia entre la Isla que ahora veo en la distancia y los países que visito en esta ocasión.
El contraste principal radica en lo que está o no permitido. Desde que bajé del primer avión estoy esperando que me regañen, que alguien salga y me advierta “eso no se puede hacer”. Busco con la mirada al custodio que vendrá a decirme “no está permitido hacer fotos”, al policía de rostro sombrío que me gritará “ciudadana, identificación”, al funcionario que cortará mi paso por algún pasillo mientras sentencia “aquí no es posible entrar”. Pero, no acabo de toparme con ninguno de estos personajes tan comunes en Cuba. De manera que para mí la gran diferencia no son los deliciosos panes con semilla, la perdida carne de res que ahora regresa a mi plato o el sonido de otra lengua en mis oídos. No. La gran diferencia es que no siento permanentemente sobre mí la señal roja de lo proscrito, el silbato que me sorprende en algo clandestino, la constante sensación de que cualquier cosa que haga o piense podría estar prohibida.