No puedo negarlo, en estos días mi alma vive su propia tempestad, las aguas de mi ser son aguas turbulentas. Tiemblo; no hay calma. Un huracán me sacude. Pensé en no escribir, reconozco que, herido, lanzó a veces mis relámpagos y truenos verbales. Pero ¿cómo no habría de hacerlo en la hora de la histeria? El silencio es cómplice; yo no lo seré.
Los titulares dicen: “Chávez ha muerto”. Pienso: ¡Qué ingenuidad! ¡Qué ternura tonta! Chávez no ha muerto, su despelote histórico está ahí, persiste, está instalado en el tejido de la nación y promete sacudirnos por un siglo. Hay que despabilar, hay que lidiar con la tempestad y seguir, un claro de luz se vislumbra entre los nubarrones y la tormenta.
Veo que muchos han preferido cerrar sus párpados y, apenados por un duelo ajeno, encubrir su pavor por lo que está aconteciendo. Alguien tiene que pronunciarse y gritar, incluso en medio del sepelio. No somos moscas ni buitres atosigando el placer lastimero de una carroña. Somos seremos humanos que aspiramos conquistar nuestro indoblegable derecho a la libertad.
Sin miedo arrostramos a Chávez en su momento y sin miedo combatiremos la persistencia de su delirio. Hay que ponerle una lápida sepulcral a la falsificación de estos años, si queremos, con honestidad, reivindicar la dignidad del venezolano.
Venezuela ha protagonizado la primera autocracia religiosa del siglo XXI, y Chávez, embalsamado en un ridículo féretro de cristal, aspira ser su ícono. Desde ya, me declaro hereje de esta religión mal parida y deformada; soy apóstata del chavismo.
Chávez, como todo autócrata redentor, prometía perennizarse en la Tierra. No tuvo ningún escrúpulo en lograrlo. Consciente como era de la necesidad de ganarse la voluntad internacional para consolidar su alucinación, repartió sin control los recursos de los venezolanos. Un desfile de presidentes limosneros y de avariciosas celebridades se aprovecharon de su fantasía. Las fotografías abundan como testimonio de la rapiña.
Tenía su carisma y su fuerza, Chávez. Lo reconocemos. Carisma y fuerza que fueron usados para devastar las bases morales de nuestra nación y para prostituir, con su flamante corrupción cargada de maletines colmados de podredumbre, el hambre capitalista de sus socios. Sólo así él sería la hipócrita moral.
Igual que Hitler, Mussolini, Ghadafi o Hussein supo enamorar a las masas delirantes. Era un orador hipnótico. Cantaba, recitaba, oraba y bromeaba con una chispa única. Encantaba no sólo a las serpientes, sino a todo aquel que necesitase evadir la campante criminalidad y pobreza que lo circundaba. Ante el fracaso total en sus políticas públicas, la ruina económica, la imbatible inseguridad y la corrupción jinetera, lograba apartarnos del agobio con desternillantes payasadas. En ese sentido, fue un payaso revolucionario de excepción, ¿quién lo duda?
Lo único que logró cultivar y beneficiar eficazmente durante su régimen fue su propia imagen. Por su fastuosidad, pedantería y constancia, el culto de sí mismo llegó a niveles sólo comparables al de los monarcas absolutos que erradicó, paradójicamente, una verdadera revolución como la francesa. Usó todo el dinero del Estado para lograr su paroxismo de héroe de TV. No tenía límite, no importaba si su pueblo se moría de hambre o si las cárceles eran campos de concentración socialista, por encima de todo estaba él, sólo él y su ruinoso espejismo. La sentencia nazi de Goebbels señalaba que si una mentirá se repetía mil veces se transformaba en verdad. Bueno, Chávez, en su adictiva necesidad de gloria personal, no repetía la mentira mil sino un millón de veces para que su “verdad” fuera una verdad eterna. Frenesí de la temeridad religiosa, sentenció sobre sí mismo: “Chávez es la voz del pueblo y la voz del pueblo es la voz de Dios”. Es decir, Chávez es…
A su muerte, que no ha sido tal ni será porque el delirante despelote -ahora místico religioso- está dispuesto a pervivir embalsamado en una caja de cristal, no ha faltado quien lo santifique, como el lisonjero y pervertido medio que lo llamó insólitamente “Cristo de los pobres”, blasfemia que nos obliga preguntar: ¿alguien recuerda al Hijo de Dios de los católicos disparando sus ametralladoras sangrientas contra la humanidad de sus apóstoles o aplastando por doquier con sus tanques el cuerpo inocente de su pueblo? ¿O expropiando con látigo dictatorial propiedades y empresas? ¿O insultando? ¿O persiguiendo? ¿O encarcelando? ¿O usando la justicia para torturar a sus semejantes? Más aún, ¿alguien recuerda a Jesús enriqueciéndose obscenamente o enriqueciendo a sus familiares o amigos? ¿La gordura nueva rica del chavismo cabrá por el ojo de una aguja?
En esta crisis de perpetuidad, tampoco ha faltado el bullicioso adulador que lo ha llamado “Libertador” olvidando que el Rey de España, ante la sorpresa del mundo, lo humilló mandándolo a callar, y Chávez, atónito, cerró su boca para sellar nuestra vergüenza como venezolanos; peor aún, doblegándose hasta el horror, fue hasta España a rogarle al Borbón una clemencia que le hubiese valido un fusilamiento seguro en tiempos del único Libertador: Simón Bolívar.
No, Chávez no fue un “Libertador” ni un “Cristo”, semejantes pendejadas sólo dimensionan el peligroso huracán de insensatez que se avecina y que nos amenaza con un colosal naufragio como nación si no reaccionamos.
Estamos atribulados, sí, un maremoto de sentimientos encontrados nos consume, pero no podemos ceder ni flaquear pese a que la lucha ahora será contra un espejismo cuasi religioso. Sólo la conciencia crítica y el libre pensamiento reivindicarán a Venezuela; hay que promoverlos ya.
Chávez más que liberar o salvar a Venezuela rigió el país prostituyendo todo a su paso. Fue un Stalin tropical y pronto habrá quién devele su desenfreno suicida por conservar el poder. No tenemos otra opción sino luchar, permanecer altivos y críticos, insisto, el delirio no ha muerto, chorrea por doquier el pus de la inconstitucionalidad. Levantemos la voz incluso cuando se nos exija silencio, no permitamos la instauración de la hipocresía en Venezuela.
Es fundamental precisar que, a pesar de la apoteosis sepulcral que ha pretendido inmortalizar su vanidad, Chávez no se fue invicto, la juventud venezolana contuvo su consagración en la Tierra. Lo encaró y venció en todos los terrenos. La inolvidable victoria del 2 de diciembre de 2007 inoculó el virus de la libertad que hoy invade nuestro ser nacional. Venezuela no es un país comunista gracias a ellos. Su fuerza espiritual y entrega nos salvó de la miseria cubana. Les debemos mucho. No los dejemos solos. Despabilemos, lidiemos con la tempestad personal, venzamos el duelo y la confusión, levantemos la voz, sigamos la lucha.
No es hora del silencio, seamos un trueno de libertad que estremezca a Venezuela.
La historia nos absolverá.