No es fácil escribir sobre un hombre que acaba de morir. Menos aún si se trata de un hombre público, tan protagónico en nuestra historia como Hugo Chávez Frías. Todo duelo es una experiencia de respeto. Un homenaje al dolor. No es fácil, además, por el tipo de muerte que sorprendió, de manera inesperada, al Presidente.
Una muerte clínica, llena, seguro, de muchos sufrimientos, en medio de una terrible batalla entre quirófanos y jeringas.
La enfermedad es tan humana como la sed o los besos. Por desgracia. Nos toca a todos. No hay manera de acercarse o de mirar esa experiencia sin temblar, sin conmoverse.
No es fácil, tampoco, ponderar y escribir sobre esto en medio del asfixiante clima de confrontación en el que vive desde hace años el país. Un clima que, además, tiene mucho que ver justamente con Hugo Chávez. Es parte de su obra y de su herencia. Igual que la construcción de una industria dedicada a la exaltación religiosa de su persona. Desde hace demasiado, el Estado se ha convertido en una maquinaria de fe que, sin ningún pudor, aprovecha estos días para sacralizar al Presidente: El Cristo de los pobres, fue una de las frases publicitarias elegida por el Gobierno para inaugurar, en casi todos los medios, el velorio. El día de la consagración había llegado.
Las imágenes, genuinas y entrañables, de la gente acompañando el ataúd desde el hospital hasta la Academia Militar, se opacaban cada vez que la intención oficial trataba de aprovechar política o electoralmente tanto amor y tanto fervor popular. Durante el recorrido, las declaraciones del ministro de la Defensa, llamando a votar por Nicolás Maduro, representan, sin duda, el clímax del descaro, del abuso de poder, de la utilización grosera de la inocencia y del padecimiento de los otros.
La muerte no convierte a Hugo Chávez en alguien mejor o peor de lo que fue. Habrá que esperar para poder valorar con equilibrio su tránsito por la historia del país. Tendrá, quizás, que salvarse él mismo de la polarización que tanto promovió. Quienes piensan que todo lo que hizo es malo, quienes se sitúan en el costado de la total descalificación, probablemente practican la misma ceguera de aquellos que sostienen que en la cuarta república tampoco hubo nada bueno. Las versiones moralizantes de la historia nunca ofrecen análisis sino catecismos.
Creo que Chávez cambió al país. Que, de alguna manera, él también es un síntoma de un proceso complejo, que combina de manera irregular elementos que van desde nuestra tradición militarista hasta nuestra condición de país petrolero, desde la terrible situación de miseria y desigualdad en que vivimos, hasta nuestra relación cultural con las formas, con la solemnidad.
Chávez le ofreció una nueva narrativa al país, un nuevo relato sobre nosotros mismos. Y esto produjo una conciencia y un discurso diferentes sobre lo que hoy somos. Como contraparte, entre otras cosas, también resucitó el caudillismo, reinventó el autoritarismo militar, organizó a la sociedad a su alrededor, de manera narcisista, imponiendo un modelo, una nueva hegemonía que ya tiene varias crisis abiertas sobre el horizonte. La idea de que su desaparición física es un suiche que, de manera automática, devolverá al país al pasado pertenece al exclusivo territorio de la fantasía.
Porque la muerte de Hugo Chávez tampoco convierte a la oposición en algo mejor o peor de lo que ahora es. La desaparición del líder no significa necesariamente que el chavismo sea una fragilidad muy fácil de derrotar. Ninguno de los seguidores logrará imitar a Chávez. No tienen con qué. Pero entre todos siguen siendo una asociación, un partido, un grupo de poder con voluntad de permanencia, con un proyecto, con una retórica, con seguidores. Lúcidamente, como acostumbra, Colette Capriles señalaba esta semana que el chavismo tiene una identidad más allá del propio Chávez. La oposición necesita afinar y comunicar la suya. La lucha es desigual.
Y, probablemente, ahora sea todavía peor. Aparte del Estado, las instituciones, la riqueza pública, el chavismo ahora cuenta con un mito. Desde el cielo, Chávez también hará campaña electoral.
Supongo que pasará mucho tiempo antes de que los venezolanos podamos tener y compartir una valoración más o menos sensata sobre Hugo Chávez y su legado. Su desaparición física no es el desenlace de nada, no resuelve ninguno de nuestros problemas. Seguimos todos teniendo enfrente el mismo desafío de ser un país dividido, que no se reconoce ni se acepta, que necesita más diálogo que golpes, más tolerancia que amenazas; que debe todavía volver a aprender que la vida en común no tiene por qué ser, obligatoriamente, una guerra.