Luego de 14 años de manejar el país a su antojo, de disponer del dinero de los venezolanos, de tener bajo férreo control las instituciones, de manipular a un pueblo con promesas y engañifas, en fin, de haber creado un esquema que obedeciera sin chistar todos sus deseos, Hugo se fue dejando un gran vacío y peor aún, un incremento brutal del pasivo social del cual se aprovechó pero que nunca estuvo dispuesto a saldar.
Si tuviésemos que usar alguna referencia para evaluar el legado de Hugo, sería imprescindible recurrir al discurso que lo trajo al poder en diciembre de 1998. Atacaba con dureza y con razón a una clase política que se había olvidado de los postulados que los habían conducido a gozar de la confianza del pueblo venezolano. Hablaba Hugo de un país minado moralmente por la corrupción de dirigentes que tomaban decisiones en grupos pequeños y a espaldas de los venezolanos. Sacaba a relucir todos los problemas que no se pudieron resolver como la criminalidad, la deuda externa, el estancamiento en el desarrollo de la infraestructura, el déficit de viviendas, el crecimiento de la pobreza entre otros muchos temas que encontramos en el elenco de asuntos sin resolver por quienes no pudieron evitar perder el favor popular y tener que ceder el paso a un grupo que, según muchos venezolanos, no podía ser peor que lo que habíamos vivido hasta ese momento.
A caballo de ese discurso y frente a unos políticos ciegos que no supieron leer la realidad del momento que estábamos viviendo, Hugo llega para transformar de manera significativa las relaciones de poder. Pero no para democratizarlas, no para ponerlas al servicio del pueblo, no para saldar o disminuir ese pasivo social que heredaba de sus antecesores.
En cambio, hizo uso de ese sentido de frustración de los venezolanos para introducir lo que a mi criterio es el peor de sus legados. La división de los venezolanos en dos grandes grupos. Dos pedazos de nuestra gente que se ven como enemigos, que no se reconocen, que no se toleran, que no encuentran espacios para dirimir sus diferencias. Se erigía Hugo como el defensor de su pueblo. Entendido éste no como el venezolano común y corriente sino como aquel que pensaba que realmente Hugo estaba ahí para defenderlo. Para evitar las malas intenciones de ese otro pedazo que fue entonces estigmatizado y privado de sus derechos más elementales como el de ser reconocido como venezolano.
Y es que Hugo se dio cuenta en algún momento que era posible hacerse del instrumental democrático para llegar al poder y para mantenerse en él. Y engañó a muchos. Dio argumentos a las burocracias de otros países para hacer creer que en Venezuela se vive una democracia saludable que todo lo resuelve a través de elecciones que se muestran como libres y equilibradas. Se construyó una fachada que exhibía parafernalia de democracia. Pero, esa estructura esconde exclusión, persecución y desconocimiento de los principios fundamentales de la democracia entre los que podemos mencionar el reconocimiento e inclusión de quien se opone.
La verdad es que el legado de Hugo es un esquema que se sirve de instrumentos como el voto sin tener respeto alguno por esos valores que aseguran a quienes participan en el juego que la expresión de su opinión, ya sea a viva voz o a través del sufragio, no le traerá consecuencias negativas. Eso es explicado por la tristemente célebre lista Tascón. Un mecanismo de exclusión sistemática que le hizo saber a los venezolanos que mientras la libre expresión de opinión está medianamente permitida, puede al mismo tiempo acarrear costos que llegaron, en miles de casos, hasta la pérdida del empleo.
La mentalidad primitiva de la clase política heredera de los postulados de Hugo no se ha quedado atrás. A partir de los cuestionados resultados del 14A ha desatado una persecución despiadada contra aquellos, que desempeñando un cargo público, ejercieron con valentía la expresión de su voluntad política.
La división como práctica política es explotada por los seguidores de Hugo al extremo de privar del derecho de palabra a los diputados electos por esos venezolanos que diariamente son vituperados, cuestionados y excluidos por la nomenclatura de un grupo que piensa como si de una guerra se tratase. Que pretende tratar a quienes nos están con ellos, como lo haría un ejército de ocupación con un pueblo invadido.
Esta división se suma a los problemas que Hugo encontró en 1998 y que no resolvió. Sin embargo, la experiencia nos demuestra que su palabra no tenía mayor valor a menos que fuese para su beneficio personal, de su proyecto político o del entorno que sumisa y ladinamente lo rodeaba.
El pasivo social no hizo sino crecer. El problema de la criminalidad ha llegado a niveles insoportables para la sociedad. Hay quienes que consideran que después del petróleo, el crimen es el renglón que más beneficios rinde para quienes lo practican. Miles de familias tienen que agregar a sus carencias materiales la carga espiritual que significa la pérdida de un familiar. Y el crimen como la política de Hugo se hizo cada vez más inhumano y más frío.
El pasivo social crece cuando hay venezolanos que creen que pueden conformarse con las limosnas que de su propio dinero le da una clase política que no se priva de lujo alguno. Enajenados de su capacidad crítica no se dan cuenta de que tienen derecho a más. No ven posible asumir su libertad sin que medie un castigo o una recompensa por expresar su voluntad.
Agrava el pasivo social el que haya venezolanos que justifiquen la violencia como mecanismo para dirimir las diferencias. En esto, Hugo deja la peor de sus contribuciones. Personas que siempre están dispuestas a la intolerancia, al rechazo del debate de las ideas, al cierre de espacios para el encuentro de los venezolanos.
No hubo que esperar mucho para ver cuál era el verdadero legado de Hugo. La tarea es más difícil que en 1998 pero no imposible. ¿Habremos aprendido lo necesario?
@botellazo