En estos tiempos difíciles, quizás valga la pena tener una foto siempre a la mano de alguna persona que nos resulte muy especial.
No es este un desvarío dominical. Es posible que esta semana, en la que se cumplió un año más de la muerte de mi madre, yo esté ganado más a la emocionalidad que a la objetividad, y que eso se cuele en estas líneas, pero eso no impide que este pequeño ejercicio que les propondré pueda tener consecuencias inmediatas en nuestra vida diaria, y al final, en el destino del país, pues lo social, es menester recordarlo, no es más que la suma de lo que hacemos cada uno de nosotros como individualidades. A veces es importante recordar valores y emociones, que de tan manidos, se dan por sentados y llegan incluso a ser víctimas de nuestra indiferencia o de nuestro olvido. Quizás, luego de ver cómo están las cosas en Venezuela, y tras constatar los niveles de deshumanización que hemos alcanzado, valga la pena reflexionar un poco sobre quiénes somos, y lo que es más importante, sobre quiénes queremos llegar a ser, o volver a ser.
Una de las claves que se aprenden cuando nos aventuramos en los terrenos de la escritura, sobre todo de la ficción, es que para que un personaje sea creíble, por perverso o bondadoso que sea, debe abandonar la absoluta “pureza” y ha de conjugar en sí mismo, según el caso y respectivamente, además de sus maldades o de sus virtudes, algún punto luminoso u oscuro de su personalidad o de su carácter. Eso, por contradictorio que parezca, es lo que al final le brinda humanidad y lo enlaza con la realidad. De esa manera, el personaje se hace “creíble” y encuentra, sin importar quién sea del lector que lo interpreta, algún anclaje que le permita identificarse con aquél. Lo importante de esto (ténganme un poco de paciencia, les ruego) es que esto no es un simple recurso literario. Al final del día la literatura, por imaginativa que sea, no hace más que retratar la vida real, la que es o la que se aspira vivir, de manera que lo anterior no es más que una constatación válida de que todos los seres humanos somos, como lo ha destacado entre otros C.G. Jung, a la vez luces y sombras. Por esta razón, si algún escritor, desapercibido de ello, “absolutiza” (permítaseme el término) tanto la bondad como la maldad de alguno de sus personajes, o lo que es lo mismo, tanto sus “luces” como sus “sombras”, está condenándolo a no encontrar vínculo con la realidad, o lo que es lo mismo, a no ser verosímil.
Así las cosas, lo que es válido para la ficción también lo es para la vida. Hay hombres probos y honestos que en secreto, como ocurría en aquella caricatura de “El otro yo del Dr. Merengue” de Guillermo Divito, o como en la dualidad del Dr. Jekill y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, conjugan su bonhomía con iras y desenfrenos que son tan parte de ellos como lo son sus luces. Hay asesinos y ladrones, que por muy inhumanos que nos parezcan, pueden albergar, por ejemplo hacia sus hijos o sus padres, y aunque sea de manera distorsionada, hermosísimos y muy intensos sentimientos de amor y de respeto. Lo que nos identifica, por ejemplo, con el personaje de Jean Reno en “El profesional”, de Luc Besson, lo que incluso nos hace sentir empatía con él, no es su eficiente, despiadado e inhumano desempeño como asesino a sueldo, sino la paternal relación que establece con la niña que aparece de pronto en su vida y el amor, hasta cierto punto pueril, que le prodiga a la planta que cuida con esmero durante toda la película, hasta que muere.
El punto es que en todos los casos, al igual que ocurre en la ficción, todos nosotros, desde el más encumbrado moralista hasta el criminal más feroz, no sólo somos a la vez luz y oscuridad, sino además tenemos o hemos tenido a alguien en nuestras vidas que ha marcado nuestra existencia de forma decisiva, exaltando las luces, que aún en quienes la sombra es decisiva, siempre están presentes en cada uno de nosotros.
No necesariamente tiene que ser una sola persona, pueden ser varias: Nuestros padres, los abuelos, nuestras hijas e hijos, nuestros hermanos, algún tío, un mentor, un maestro o algún amigo entrañable que de alguna forma ha logrado ver y hacer salir en nosotros lo mejor que como seres humanos tenemos para ofrecer. Son esas personas, que presentes o ya ausentes, no nos abandonan jamás y siempre tuvieron o tienen hacia nosotros la palabra justa en el momento indicado. Se trata de seres humanos que tocan nuestras almas, incluso las de los más siniestros, de manera que no nos dejan más que calidez y respeto, y más allá, las ganas ciertas de seguir su ejemplo y de comportarnos como las mejores versiones que podamos llegar a ser de nosotros mismos. Se trata de actores principales de nuestras vidas que nos dejan su huella y que incluso tienen sobre nosotros el ascendiente necesario para controlar, aún en su ausencia, nuestros más bajos impulsos, pero desde la convicción, que no desde el castigo o desde la confrontación.
Yo me pregunto qué pasaría o cómo sería nuestro “día a día”, si cada vez que la vida nos enfrenta a alguna disyuntiva ética o moral, si cada vez que nos toca decidir si cedemos ante la tentación del egoísmo o del daño a los demás, o si por el contrario nos mantenemos en la senda del respeto y de la bondad, lejos de decidir desde el apremio y sin pensar, confrontamos nuestros humanos impulsos con los efectos cálidos, benéficos y apaciguadores que tienen en nosotros las imágenes y la evocación de esas personas a las que tanto amamos o hemos amado y que nos llevaban o llevan, con su ejemplo o con su amor, a ver la realidad no desde nuestra oscuridad, sino desde nuestras luces.
En mi caso, son las imágenes de mis padres, especialmente las de mi madre ya ausente, y también las de mi hija, las que en mis momentos de vacilación me traen de vuelta a mi centro. Cuando la vida, como a todos nosotros nos pasa, me ha puesto ante disyuntivas éticas en las que, sobre todo en un país como el nuestro, la tentación hacia la sombra y hacia la inmediata satisfacción personal buscan imponerse, veo esos rostros y me pregunto qué pensarían ellos si me dejo vencer por el egoísmo o por la oscuridad. Busco reflejarme en las luces que ellos han visto en mí, y si fallo, lo hago a conciencia de que estoy cometiendo un error que compromete no sólo el legado que me ha sido confiado por mis padres, sino el que aspiro dejarle a mi hija cuando ya no me toque estar más con ella. Esa es una carga muy pesada.
¿Cuántos abusos, cuántas “vivezas bobas”, cuántas corruptelas, mayores y menores; cuántos crímenes, cuántas pifias políticas, morales o económicas podrían evitarse si, antes de ocurrir, los que las perpetran se tomaran un minuto de su tiempo para verse a sí mismos en y desde quienes les han hecho saber y sentir que pueden ser mejores personas, que no son sólo sombras y que un buen nombre vale y lega más que caer en las trampas de la propia oscuridad? Ahí se las dejo ¿Tienes la foto a la mano?
@HimiobSantome