Esto de acusar a 140 caracteres de homicidio no es un chiste. Delata una necesidad de control que sólo puede existir aliada a una incontrolable vocación de censura. Es preocupante que un Estado pretenda hacer responsable a un tweet de un complejo conflicto social y político. Es una acción que propone, de manera institucional, que la sospecha sea la forma de relación entre el poder y los ciudadanos. De ahora en adelante, cualquier cosa que digas podrá ser utilizada en tu contra.
Los sucesos ocurridos en los días siguientes al 14 de abril son lamentables, espantosos, imperdonables. Pero también son muy confusos. La polarización política los secuestró de manera inmediata y produjo un resultado que no es nuevo, que ya hemos vivido antes: la falta de transparencia, la realidad convertida en espectáculo.
Ya a esta altura es muy difícil saber qué sucedió, qué es cierto y qué es mentira, dónde y cómo se tergiversaron o se manipularon los hechos. Las erráticas declaraciones iniciales de la defensora del pueblo, a propósito del CDI incendiado en Barinas, sembraron desconfianza ante cualquier perspectiva pública. El informe de Provea también puso muchas dudas sobra la verdad oficial. Era demasiado evidente la intención política, las ganas de aprovechar lo ocurrido, el empeño en convertir la invitación a un cacerolazo en una instigación a cometer una masacre.
Con demasiada prisa, apareció un libro (Víctimas de la arrechera, se llama), presentado y difundido internacionalmente, donde se relata lo ocurrido como parte de una planificada conspiración, y ofrece retratos de Tracy Hallet, supuesto superagitador de la CIA, y del general Rivero. Curiosamente, después ambos fueron dejados en libertad. Como siempre, y por desgracia, lo único puntual son los muertos. Lo demás son interpretaciones, versiones enfrentadas. Una rápida maraña de estridencias donde, al parecer, lo único confiable es una trágica cifra, el número de nuestros cadáveres.
Más allá de que el Gobierno quiera o no cobrarle a Nelson Bocaranda sus informaciones sobre la enfermedad de Chávez, la idea de que su tweet fue un arma de guerra que convocó a la locura organizada es insostenible. El Gobierno lo sabe. Y por eso se ven obligados a envenenar a cada rato su propia versión de la historia. El pasado 17 de junio, en Roma, Nicolás Maduro dijo que Bocaranda Sardi es un periodista que lleva 40 años trabajando para el Departamento de Estado norteamericano. Luego aseguró que, a partir de su tweet, se habían hecho llamados públicos a la gente para que saliera a “rescatar los votos”. No es cierto. No fue así. No tienen una sola imagen de algo parecido a eso. Ya la habríamos visto. Quieren aprovechar una circunstancia fatal para acosar a quienes consideran sus enemigos. Desde el Estado, también se pueden organizar linchamientos.
No es posible ver todo esto fuera del contexto comunicacional que vive el país. Después del fracaso electoral, el objetivo de construir o de imponer una nueva hegemonía tiene que concentrar sus esfuerzos en el ámbito mediático, en el control del flujo de la información en la sociedad. Cada vez más, esto no es una revolución sino una corporación, una compañía privada, dispuesta a tener y a dominar siempre más espacios, más relaciones; incapaz de ceder territorios, negada ferozmente a renunciar a sus privilegios.
No deja de ser llamativo que un grupo tan dado a la incontinencia verbal quiera de pronto crear una hoguera donde quemar a algún hereje del Twitter. Basta con asomarse a las cuentas de varios de ellos para quedar con las pupilas llenas de preguntas. Promueven el odio y la agresividad. Ofrecen combates y peleas. Lanzan gritos de alerta. Avisan en contra de conspiradores que vienen de Colombia… Hay mucho material ahí para que la fiscal Ortega y sus muchachos se distraigan.
Perseguir un tweet es también un síntoma. Revela un ansia. La información terminará pasando a la clandestinidad.