No es solo el diablo el que está en los detalles. El papa Francisco lleva su cartera atiborrada de papeles y circula en utilitario, el Ford Focus o el Fiat Idea de las clases medias emergentes, en vez de los Mercedes y BMW de los ejecutivos. Los pastores no tienen remilgos en mezclarse con las ovejas ni en hundir los pies en el barro.
A pedir la atención y su cuidado dedica Francisco sus sermones de cura de barrio. De poco sirve emerger de la pobreza si la sociedad deja atrás a multitud de minusválidos y enfermos, drogadictos y presos, maltratados y prostituidos, parados y desposeídos. A ellos ha dedicado sus primeros cien días y sus primeros viajes, el que hizo a la isla de Lampedusa para recabar solidaridad con los inmigrantes tachados de ilegales, y ahora a Latinoamérica, su continente y continente también de los desposeídos.
No los ha dedicado, en cambio, a la moral sexual y reproductiva, donde el conservadurismo católico busca angustiado su identidad y frontera con la sociedad laica, a pesar de que su instalación en el Vaticano coincide con los mayores avances legales del matrimonio entre personas del mismo sexo en Estados Unidos y Francia.
¿Significa eso que Bergoglio está a favor del aborto, del matrimonio gay y de la reproducción asistida? En absoluto: pero sí nos dice, con la elección de los temas de su preferencia, que considera mucho más importante arrastrar sus zapatos de pastor junto a los parias de la tierra.
Hay euforia en la Iglesia católica con el nuevo Papa. Cosas así no se habían visto desde hace al menos medio siglo, cuando llegó al papado Juan XXIII, el hombre que suscitó la admiración de la filósofa judía y agnóstica Hannah Arendt por el hecho insólito de que un verdadero cristiano alcanzara la sede de San Pedro. ¿Sabían entonces realmente los cardenales a quién habían elegido? ¿Lo saben ahora?