El caso del alcalde de Valencia, un tal Edgardo Parra, el último escándalo de corrupción en el régimen, revela que la Ley Habilitante para luchar contra el morbo del peculado no tiene ningún sentido. Ameliach lo ha demostrado con contundencia.
Primero, porque dejó claro que el problema del asalto a los dineros públicos es un asunto de lealtad (o más bien de complicidad) con el que está por encima del defenestrado de turno y no ético. Como sucede con muchos de los que siguen robando el tesoro sin pelear con sus superiores. ¡Roba! Eso sí, con lealtad a tu jefe y dormirás tranquilo.
Parra y su hijo eran un par de pilluelos ignorados por todos. Hasta que le pusieron el ojo cuando se alió con Rafael Lacava, alcalde de Puerto Cabello, para respaldarlo en su aspiración a la gobernación de Carabobo. Un plan que llegó hasta el momento en el cual el Difunto sometió a un sector del pueblo rojo en un acto de campaña en el estado cuando repudiaban a Ameliach y ungían a Lacava, al gritar furioso: “Es Ameliach y punto. Al que no le guste que se vaya”.
Lo de liquidar a Parra era cosa de tiempo y de conveniencia política, como el que se acaba de presentar ahora en la disputa entre el madurismo y el diosdadismo. Acabado Isea y amenazado Barroso y su Cadivismo, ambos de la huestes diosdadistas. El golpe es devuelto decapitando al corruptico de Parra.
Segundo, porque solo bastó su palabra para allanar la residencia y las oficinas del alcalde de Valencia y ponerle los ganchos como corresponde contra los que delinquen no requirió de la Habilitante. Lo señaló y punto. Todos a quienes correspondía actuar, actuaron. Y ya. Las evidencias sobraron como es común en una gran cantidad de funcionarios que gastan y atesoran bienes y dinero sin escrúpulo. Adicionalmente, Parra cae en desgracia por mal aspecto, comunista, mal hablado y por ser un eslabón débil, “sacrificable”, de la cadena madurista.