Los periodistas son uno de los testigos más cercanos a la realidad, son quienes se sitúan cerca del miedo cotidianamente, ven cara a cara la desgracia humana, y por ética, ¡vaya ética!, les corresponde sólo manifestar al mundo lo ocurrido, sin expresar sentimiento alguno. En Venezuela, a quienes ejercemos esta profesión nos ha tocado ser partícipes de escenas de crímenes, así como lo que viene después: el drama de una morgue.
Eduardo Salazar/RNW
Normalmente, los fines de semana en Caracas, se pueden registrar de 20 a 30 asesinatos. No hay datos oficiales. Pero, quienes se dedican al oficio de redactar noticias de sucesos se han valido de distintas artimañas para lograr los lunes una contabilidad más o menos exacta de lo acontecido con respecto a la violencia en las calles. Ya sea por contar los cadáveres que entran a la medicatura forense (ubicada en Bello Monte), o por los familiares que cuentan entre sollozos sus historias personales llenas de sangre y terror.
Son muchas las madres, quienes en sus relatos dejan ver que sus hijos han sido abatidos, pero que aunque los amaban y eran “buenos”, sí aceptan que en algunos casos “se metían con alguien”, o tenían “rencillas entre bandas, problemas con drogas, deudas o amoríos indebidos”. En fin, con el respeto que debe privar cada persona que llora a un ser querido, es válido acotar que una gran cantidad de ellos saben que los suyos no andaban en buenos pasos.
La vida a cambio de un I-phone
Ahora bien, existen por otro lado, los que sí sufren desconsolados al ver que el hampa les ha arrebatado a un amigo, a un hermano o a una pareja. ¿Las razones?, pues varían. Puede que haya sido por un robo de un Blackberry o I-phone, por hurtarles un par de zapatos, o quitarles el automóvil.
Recientemente, por ejemplo, a un adolescente de 17 años de edad le quitaron la vida un par de pistoleros para robarle su motocicleta en un sector populoso de La Gran Caracas. Su madre, entre la indignación y el desconcierto, pedía a gritos a las autoridades aplicar mano dura al asunto, y reseñó que su hijo usaba el pequeño vehículo para trasladarse a su trabajo: “era un buen chico”, apuntó Hilda Lugo, visiblemente afectada por lo acaecido.
En fin, hay muchas historias. No obstante, una mayoría no son contadas tal y como sucedieron, otras obedecen a disputas entre grupos delictivos organizados en las barriadas, producto ya sea de falta de educación o de la desigualdad social, entre otros aspectos. Pero ahí están.
Un grupo de personas armadas, un porcentaje elevado de estas nacieron en medio de la muerte, conviven con ella y cuando ésta los envolvió murieron sin saber lo que realmente era la vida. Estos renegados de la patria andan matando a quién sea e imponiendo una ley que sobrepasa la jurisprudencia venezolana, hermanada con la impunidad y divorciada de políticas públicas claras y severas que resuelvan el flagelo.
En lo particular, para escribir este blog traje a la memoria a Gloria. Esta mujer de unas cuatro décadas y media la conocí un fin de semana en la que estaba yo de guardia en el medio en el que laboraba hace 3 años. No me la topé en una fiesta, sino en la víspera del funeral de su hijo Lorenzo. El chico, de 16 años de edad, unos sujetos despojaron de sus pertenencias y por “diversión” también le quitaron el derecho a la vida, suprimieron sus esperanzas, y dejaron su cuerpo tendido en el pavimento de una colina que da hacia La Vega, en el oeste de la capital Caracas.
Como cientos de madres, Gloria gemía de dolor desenfrenadamente, se le secaron las lágrimas. Sus ojos se veían hinchados, despeinada por el incesante ir y venir de sus manos de la cara al pelo, sin control. Lo recuerdo claro. ¿Cómo borrar esa imagen?
Para quienes cubríamos los sucesos, era común ver a una mujer o a un hombre llorar allí en la morgue, pero esa mañana dominical a los periodistas nos ganó el sentimiento, pues las declaraciones de Gloria se distinguían del resto. No estaba echando cuentos de camino, no trataba de maquillar lo sucedido, no ocultaba una verdad, ni encubría mentiras… Ella, no escatimaba en decirnos cómo ocurrió, empero, fue enfática y precisa en dar los nombres de QUIENES le habían producido el dolor más grande que había sentido antes.
Es habitual, leer o enterarse de los qué, los cómo, los dónde, los cuándo, sin embargo, jamás de los “quienes”, o casi jamás. Gloria sí dio nombres, lugares de residencia de los malhechores, y hasta características físicas. Al sorprendernos, le hicimos ver lo peligroso que podría ser para su integridad el que ella nos identificara a los homicidas, a vox populi, para los principales medios del país. Pero esta infortunada señora nos hizo palidecer con una contundente aseveración: “no me importa nada… yo ya no estoy viva, a mí me mataron anoche”.
A Gloria, de cierta manera no sólo le habían ultimado a su hijo, además le borraron de dos tiros la sonrisa del rostro, le amargaron su existencia, le marcaron esa fecha en el calendario con la tinta indeleble que contiene la muerte inesperada.
¿Cuántos venezolanos no hemos perdido a un ser querido? Antes escuchábamos que a alguien lo mataron no sé dónde, en un barrio tal. Y de pronto, la ola de violencia bajó de los cerros (favelas) y se muestra a plena luz del día en urbanizaciones, centros comerciales o avenidas. Y, ¿de quién es culpa? Pues no es de Chávez, ni de Maduro, y menos de Capriles.
El problema es justamente adjudicar las cifras rojas a alguien en específico, sin entender que es una coyuntura que traspasó lo político y que su origen data desde hace un par de decenios, y que es eminentemente social. Se encuentra en todas las esferas, en todos los estratos: nos toca a todos, y por tanto es tarea colectiva encontrar una solución.
Sí, es parte de ensayos neoliberales impuestos desde 1980 aproximadamente, de la educación en el seno de la familia, del clasismo, asimismo de la impunidad, de un Código Orgánico Procesal Penal desvencijado, y de lo que nos parece necesario y justo: EL DESARME.
Recientemente, la fiscal general de Venezuela, Luisa Ortega Díaz, resaltó la importancia de que se depongan las armas… En la última semana, se han organizado concentraciones en las plazas Bolívar del país para que al menos se dejen de usar 2500 armas de fuego. Es poco, pues expertos aseguran que el número de pistolas ilegales en las calles es muy alto.
Es hora de que el Estado se comprometa a despojar de instrumentos quita-vida, roba-esperanzas y aniquila-sueños a la población, que los organismos no se confabulen con el poder y ejerzan la justicia como es debida.
Que los partidos políticos de oposición dirijan sus discursos a no ganar sólo votos sino conciencias. A que los padres de familia enseñen junto a los maestros de escuela mejor a sus hijos; es el momento de que sembremos valores, de que bajemos la guardia, de juzgar…
La incredulidad, la desgana, la poca fe en nosotros como pueblo debe dejarse a un lado, y emprender como ciudadanos el camino a la paz.