Para las fuerzas democráticas las elecciones próximas están asediadas por una contradicción que pudiera resolverse, pero no se ha resuelto. Ésta consiste en que se afirmó que el 14 de abril hubo fraude; que Nicolás Maduro no ganó las elecciones y que, en consecuencia es ilegítimo. Este fraude habría sido responsabilidad, por autoría o complicidad, del Consejo Nacional Electoral. Inmediatamente surgió el dilema de cómo concurrir a unas nuevas elecciones si ninguna de las artimañas es corregida. La respuesta de la dirección opositora ha sido confusa y dispareja, y aunque de acuerdo a los estudios de opinión pareciera que la mayoría democrática se dispone a votar, existe una franja que se decanta por la abstención; fenómeno, por cierto, que también afecta en diferente grado al oficialismo.
No pocos han escogido hacerse los locos frente al dilema con la tesis de que eso es clavo pasado. Afirman que Maduro ejerce la presidencia y no tiene sentido discutir frente a lo que es un hecho más o menos comprobable. Ha de recordarse que los autócratas, dictadores y caudillos pueden ejercer el poder pero coadyuva a su reemplazo el que la sociedad democrática no les reconozca legitimidad. El general Pérez Jiménez fue Presidente de la República por cinco años, sin embargo las fuerzas democráticas siempre lo declararon usurpador, lo que contribuyó a la clamorosa legitimidad de su caída.
La contradicción entre el fraude del 14-A y volver a elecciones con el mismo CNE se puede superar en la medida en que se convierta el 8-D en una palanca para el reemplazo constitucional de Maduro y la apertura de una nueva fase de la transición hacia la democracia. Aunque no se admita presentarlo de este modo, lo cierto es que lo que puede movilizar más al pueblo opositor es la convicción del resultado electoral de diciembre puede contribuir, en medio del caos nacional existente, a promover la salida pacífica del poder de quien lo usurpa. Para que estas elecciones puedan cumplir ese papel sería indispensable también colocar al CNE en su lugar: no es el árbitro con su corazoncito simpatizante del oficialismo sino la torva máquina que lo ha sostenido mediante el ventajismo y el fraude.
Por ejemplo, sin duda hay que reelegir a Antonio Ledezma; pero, más que elegir un administrador es votar por un símbolo de resistencia que ha sido despojado de manera ilegal y abusiva de competencias, oficinas y recursos. Votar por Ledezma es votar contra Maduro e incidentalmente en contra del candidato que lo representa. Tal visión es válida para todos los candidatos democráticos y es lo que debe llevar a privilegiar votar por los que tienen más apoyo, los cuales tendencialmente son los escogidos (bien o mal, mejores o peores) en el marco de la MUD. Esta organización ha sido instrumento para organizar la participación electoral democrática y lo ha hecho con corrección; no es un instrumento de dirección para todos los momentos y eventos porque no fue concebida así ni tiene fuerza para transformarse en lo que no es su diseño, pero para las elecciones es el mecanismo existente.
LAS RAZONES DE LOS ABSTENCIONISTAS. Ante quienes se despelucan porque hay abstencionistas es oportuno recordar que la abstención es una conducta electoral. Ha sido empleada en muchas oportunidades en el mundo y también en Venezuela. Entre nosotros fue empleada por la izquierda insurreccional en la década de 1960; Chávez le coqueteó después que la democracia ya medio patuleca lo sacó de la cárcel; la oposición democrática llamó a la abstención en 2005 y Rómulo Betancourt, el 22 de septiembre de 1952, declaró el propósito abstencionista de AD porque las “elecciones para Asamblea Constituyente que anuncia la dictadura venezolana serán una farsa”, aunque al final el propio partido se rebeló frente a esas instrucciones.
Cabe recordar que la abstención de 2005 fue de un 83% del padrón electoral y allí hubo unidad por arriba y por abajo con contadas excepciones. En ese entonces tuvo sentido porque se vivía bajo la idea de que era posible eyectar a Chávez del poder, como ocurrió en 2002, y parecía viable una insurrección después de tan formidable demostración. Fue una apuesta riesgosa porque sin un intento de cambiar el gobierno sólo quedaría, como quedó, una Asamblea Nacional roja y… ninguna insurrección.
Desde entonces se ha impuesto una política de participación electoral que ha significado victorias como en el Referéndum de 2007, las elecciones parlamentarias de 2010, y la elección presidencial de 2013, estafada por el gobierno; también han ocurrido derrotas como en el referéndum de 2009, las elecciones presidenciales de 2012 (que dicen que se perdieron) y las elecciones de gobernadores también de 2012. Los dirigentes opositores reclaman, con razones, que los éxitos electorales les son atribuibles. Y aquí hay que detenerse un momento. Cierto que tienen méritos al haber respondido al clamor de la unidad y construido mecanismos para facilitarla, pero esos mismos méritos les impiden echarle la culpa a los que quieren abstenerse por querer hacerlo. Los que dicen que van a abstenerse por razones políticas, siendo de oposición, son víctimas del desencanto, de la idea de que “no hay salida electoral”, que los dirigentes “ganaron y no cobraron”, que no se lucha por condiciones electorales decentes, y de que esto se lo llevó quien lo trajo. Por lo tanto, no se le puede echar el muerto sólo a los potenciales abstencionistas sin revisar por qué no se les inspira para participar y votar, o por qué no resulta atractivo el mensaje que se les ha enviado. Es posible que si se plantean las próximas elecciones como un hito para el reemplazo constitucional del régimen, se genere el entusiasmo necesario para que esa mayoría que ya varias veces ha existido sea abrumadora y se convierta en el punto de partida de la partida del hombre sin partida. Así, otro gallo cantaría.
El país se deshilacha en manos de la abulia ideológica, de las mafias cubanas, del crimen, el narco y la inercia. Cada proceso marcha por su lado: los cívicos en la calle, los militares en los cuarteles y los electorales en la campaña. Cada cual tiene sus jefes y sus estrategias, pero este último -el electoral- está a la mano con alguna titilante certeza.
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