Hay, no se puede negar, si no una simbiosis, un cierto acercamiento entre democracia y cultura. No siempre ha sido así. Pero no ha habido ninguna revolución en la cual las clases cultas -también llamadas, “la intelligentsia”- no hayan sido actores fundamentales. Y cuando las clases cultas han logrado conexión con los sectores más empobrecidos, el triunfo de las revoluciones sociales ha sido inevitable.
¿No fueron los bolcheviques durante Lenin una asociación de intelectuales que actuaban en nombre de “obreros, campesinos y soldados”? ¿No fue el apoyo de los intelectuales el hecho que confirió legitimidad a la ideología socialista en la mayoría de los países de Europa? Incluso la revolución cubana ¿no fue posible sino gracias al apoyo de los intelectuales locales y de las clases cultas de Europa? Jean Paul Sartre en la Habana escribiendo “Huracán sobre el azúcar” es entre varias, una visión prototípica de lo que parecía ser en sus orígenes esa mal llamada revolución: La unidad del pan con la libertad.
A la inversa, allí donde las clases cultas han dado la espalda a la revolución, ésta comienza a languidecer. Sajarov en la URSS, los intelectuales de KOR en Polonia, las “kavarnas” (cafetines) en donde se reunía la gente de Havel en Praga, es decir, hechos a los cuales nadie daba importancia, señalizaban -eso lo sabemos ahora- nada menos que el comienzo del fin de las dictaduras comunistas. Por la misma razón no sería exageración afirmar que la revolución (no la dictadura) cubana también terminó el día en que fue atrozmente humillado Heberto Padilla, o cuando a Lezama Lima le hicieron la vida imposible, o cuando Cabrera Infante entendió que si quería seguir escribiendo no podía vivir más en Cuba, o cuando el suicidio de Reinaldo Arenas fue inducido por el terror castrista. Esa es la razón también por la cual la dinastía de los Castro tiene más miedo a Yoani Sánchez que a mil ejércitos. Las revoluciones, cuando han perdido las ideas, ya no son revoluciones.
Llenas de ideas, no solo de gente parecía estar en 2011 la Plaza Tahrir en El Cairo. Sus imágenes, como hoy las de Kiev, eran utópicas. Estudiantes en jeans confraternizaban con mujeres embutidas en arcaicos velos negros. Universitarios occidentalizados marchaban junto con salafistas y “hermanos” religiosos. Demasiado bello para que fuera realidad. Muy pronto quedó claro que Mubarak había sido derrocado por dos revoluciones antagónicas: la de las clases cultas y las de las clases pobres, estas últimas en nombre de Dios; las primeras, en nombre de la libertad. No pasaría mucho tiempo para que la una se volviera en contra de la otra. División fatal que hizo posible el regreso de los esbirros de Mubarak.
¿Por qué luchan los jóvenes de Kiev? Los periodistas afirman: ellos quieren pertenecer a Europa y no a Asia, es decir, quieren ser miembros de la comunidad europea y no de la de Putin. Por supuesto, no se trata de una pertenencia geográfica. Ser europeos significa para ellos acceder a los derechos proclamados una vez en Francia, a la libertad de pensamiento y de opinión, a la libertad de reunión y de asociación, a una prensa libre, a la división de los poderes estatales, a elecciones no fraudulentas.
Sin embargo, a medida que en Kiev se iba la tarde y comenzaba la noche, aparecían en la pantalla otras personas, ya no tan jóvenes. Gente con rostros crispados. Gestos torvos y cuerpos mal vestidos. Algunos con el evidente propósito de golpear a alguien; a quien fuera. O saquear alguna tienda. También ellos desean, nadie puede discutirlo, ser miembros de Europa. Pero la Europa que ellos quieren no es la de las clases cultas. Ellos desean una Europa que les de trabajo, comida, casa, televisores, electrodomésticos, automóviles. Y desde el punto de vista de sus carencias, tienen toda la razón del mundo.
Nuevamente surge la pregunta. ¿Será posible que en Kiev ambas imágenes coincidan alguna vez en el mismo tiempo y en el mismo espacio? Tanto las clases cultas como las clases pobres levantan reivindicaciones legítimas. Pero por el momento solo marchan unidas en contra de la autocracia. ¿Qué vendrá después? Lo mejor es no hacerse ilusiones.
Poco a poco he llegado al convencimiento de que solo hay dos tipos de revoluciones: las fracasadas y las traicionadas.
Lo dicho no significa restar apoyo a los jóvenes de Kiev, sean cultos o incultos. Pero hay que apoyarlos no porque son revolucionarios sino porque los fines que ellos persiguen son justos. Y eso basta, carajo, eso basta. Lo demás es pasto seco.