Nacido en 1918, Mandela vivió un siglo convulso, de guerra fría y líderes en busca de protagonismo, incluso a costa de sus propios pueblos. Le tocó una era de grandes nombres y de pequeños ciudadanos, dónde a veces fue más importante el “quién” que el “qué”. Quedó catalogado como “terrorista” no sólo por el racista régimen sudafricano de aquel entonces, sino también por la propia ONU. Una vez en prisión, el recluso 466 dedicó tiempo a meditar sobre lo que había hecho y cuál sería el mejor camino para que su país saliera de la exclusión y el odio. Su transformación personal influyó determinantemente en cómo se logró desmantelar el Apartheid.
En medio de tantos estadistas que se aferraban al poder por varios mandatos o varias décadas, Mandela sólo fue presidente de Sudáfrica un lustro. El hombre del pueblito de Mvezo tuvo también la sabiduría de percatarse que en la negociación y el diálogo estaba la clave para una nación tan lastimada. Así que entre todas las instantáneas de su vida, todas las sonrisas esbozadas o todos los abrazos repartidos, yo prefiero quedarme con la imagen de un prisionero que en medio de los barrotes se encontró a sí mismo. El Premio Nobel de la Paz llegando a sus manos, no me resulta tan estremecedor como imaginarlo hambriento, adolorido, acorralado y, sin embargo, pensando en perdón, paz y reconciliación.
¡A tu memoria, Madiba!