Uno de los diarios oficiales, Correo del Orinoco, abrió su edición del viernes 28 de marzo con el siguiente titular: “El presidente Maduro aceptó mediación de terceros que facilite el diálogo con la oposición”. Tras mes y medio de conflicto político y social sin precedentes en la historia nacional, el anuncio hecho por Maduro la noche del jueves desde el estado Vargas significa, por una parte, que su gobierno está de acuerdo con que se nombre un equipo de cancilleres (por ahora los de Colombia, Brasil y Ecuador) que colabore con ese eventual diálogo; por el otro, que él no acepta agenda previa ni imposiciones, porque él tampoco las está colocando.
Se trata, sin la menor duda, y a pesar de las insuficiencias y el oportunismo que puedan poner su desarrollo en peligro, del primer resultado positivo de las protestas del movimiento estudiantil que estremecen al país y a la opinión pública internacional desde el pasado 12 de febrero. En primer lugar, porque hasta este instante, el diálogo que le propuso Maduro a la oposición y que dio lugar a su reunión en Miraflores con gobernadores y alcaldes no chavistas murió al nacer, pues, en violación flagrante de las normas más elementales de cualquier diálogo civilizado, Maduro les impuso a sus invitados tres condiciones para recibirlos. Quienes las aceptaran tal cual, eran bienvenidos al reino de los cielos; quienes no, “que sigan de largo”. Y porque una de esas condiciones previas consistía en asumir como propio el llamado Plan de la Patria, programa de gobierno de Hugo Chávez para las elecciones presidenciales de 2012. Una exigencia sencillamente inadmisible. En segundo lugar, porque a las muy diversas voces que se han alzado pidiendo que el gobierno aceptara una mediación internacional para facilitar la progresiva normalización del extremamente alterado proceso político venezolano, Maduro siempre ha respondido con un no rotundo. Porque el problema de Venezuela, es su argumento, no tiene mayor importancia, “cosa de cuatro gatos”, y porque para superar un contratiempo tan menor no se necesitaban mediadores nacionales ni extranjeros.
El anuncio presidencial del jueves equivale a dar un importante paso atrás, al reconocer públicamente la existencia de tres aspectos fundamentales de la crisis actual. Uno, que el problema político y social que paraliza al país sí es mayúsculo. Dos, que Maduro cada día se siente más acosado por dos fuerzas internas contrapuestas, la de los que insisten en usar la represión y el terror como único medio para reducir al enemigo a simple polvo cósmico, y la de quienes proponen una rectificación de rumbo para evitar males irreversibles. Tres, que la unidad de la FANB no es tan monolítica como a cada rato reiteran el Alto Mando Militar y el propio Maduro, sino que en su seno han surgido serias objeciones a cómo se viene gestionando la crisis. Para nadie es un secreto la detención de oficiales de altos y medianos rangos, pertenecientes a los cuatro componentes tradicionales de la FANB, por expresar su incomodidad y sus desacuerdos.
Estos factores, y la opinión de algunos cancilleres de importancia de la Unasur, han debido haber hecho pensar a Maduro que es preferible llegar a un sano acuerdo constructivo con la oposición, aunque ello pueda ser interpretado por los chavistas más radicales como dar su “revolucionario” brazo a torcer, que perder el poder para siempre.
2.
En mis últimas reflexiones sobre la gravísima situación del país lo he señalado sin descanso: la experiencia nos advierte que protestas como las que paralizan al país desde el 12 de febrero, si bien erosionan peligrosamente la posibilidad de gobernar y debilitan considerablemente al régimen, no son suficientes por sí solas para sacar a Nicolás Maduro de Miraflores. Por otra parte, Maduro, a pesar de ser el jefe de un gobierno autoritario y militar con clara vocación totalitaria, tampoco está en condiciones de sofocar por la fuerza las incansables y cada día más amplias acciones del movimiento estudiantil, a no ser que decida darle una patada definitiva a la mesa y exterminar físicamente a los venezolanos que se atrevan a desafiarlo. ¿Conclusión? Una crisis terminal, pero sin solución posible por la vía de la confrontación violenta y nada más.
La fórmula más lógica y evidente de superar obstáculos similares es el diálogo. Por supuesto, Venezuela no sufre aún los efectos devastadores de una guerra civil, pero puede afirmarse que estamos inmersos en una guerra civil de baja intensidad. Ahí están las listas de muertos, heridos, torturados y encarcelados. Datos escalofriantes que hacen dudar, en Venezuela y en el resto del planeta, sobre la naturaleza real del régimen y su respeto a los derechos humanos. No obstante, también es cierto que estamos a tiempo de revisar y corregir esos y otros errores del pasado, comenzando por el pecado original que generó este escenario insostenible, es decir, la desvariada decisión tomada por Maduro de reprimir con violencia las protestas estudiantiles en Táchira, a principios de febrero, cuya única y más bien modesta finalidad era exigirle al gobernador José Vielma Mora mayor protección policial en el campus de la ULA en San Cristóbal, donde pocas horas antes una estudiante había sido violada.
Toca hacer ahora lo que no se hizo entonces. Es perfectamente posible, aunque en una escala mucho mayor, sustituir la violencia represiva contra los estudiantes en las calles de todo el país, por un diálogo que incluya a muchos otros actores políticos y sociales, comenzando por el movimiento estudiantil, que ha demostrado calzar pantalones suficientemente largos para no necesitar la intermediación de los políticos profesionales. Y por dirigentes políticos como Leopoldo López, María Corina Machado y Antonio Ledezma, abiertamente comprometidos con el movimiento estudiantil. Un diálogo que, en efecto, no le ponga condiciones previas a nadie, pero que por necesidad existencial implique, tal como se señala en el primer informe de Unasur al gobierno Maduro, una substancial modificación en el vocabulario de los gobernantes. No se puede aspirar a discutir políticamente una crisis de esta envergadura descalificando al interlocutor. Mucho menos con el abuso sistemático de grupos paramilitares, armas de fuego y gases tóxicos a la hora de disolver legítimas y constitucionales protestas pacíficas de los estudiantes, como también le han advertido a Maduro los cancilleres de Unasur, con la excepción del argentino. La civilidad, al margen de las discrepancias ideológicas, es el primer paso en el arduo camino que debe recorrerse para reconquistar la paz y superar las contradicciones.
Con menos autoritarismo irracional, con un poco de equilibrio y sensatez, renunciando a juzgar como una agresión criminal cualquier posición opuesta al régimen, Maduro podría resolver a mediano plazo los contratiempos presentes. En definitiva, reconocer la existencia de los otros y establecer entre todos un modus vivendi mínimo, aunque sea provisional, es la herramienta más básica de la política, si política es lo que de veras queremos hacer en Venezuela de ahora en adelante.