De cómo China llega a ser potencia mundial

De cómo China llega a ser potencia mundial

Un “breve” análisis histórico del (re)surgimiento de China en la escena internacional

Según el Banco Mundial, ajustando los precios en paridad de poder adquisitivo (PPA), el Producto Interior Bruto de China será este año el mayor del mundo. Aunque el dato es hasta cierto punto engañoso y la economía por excelencia sigue siendo la estadounidense, sí que confirma lo que se lleva cocinando desde hace décadas: el ascenso definitivo de China como una de las grandes potencias del siglo XXI.

 





Se trata sin duda de un acontecimiento histórico muy importante para comprender nuestro tiempo. Pero, ¿cómo ha llegado China a este punto? Y sobre todo, ¿cómo compararlo con el ascenso de otras potencias a lo largo de la historia?

Para responder brevemente a alguna de estas preguntas, el influyente libro The Rise and Fall of the Great Powers puede ser una buena aproximación histórica. Su autor, el académico estadounidense Paul Kennedy, aborda en esta obra las distintas potencias hegemónicas desde el siglo XVI hasta los últimos tiempos de la guerra fría, desgranando algunas de las claves que han llevado a los distintos países al centro del poder global.

China, sin guerras de por medio

Una de las primeras cosas que llama la atención de la obra de Paul Kennedy (y que de hecho algunos académicos le han criticado) es su énfasis en la cuestión militar. Según este autor, el desarrollo de un tipo de armamento, y especialmente la capacidad de los Estados para financiar la guerra, fueron las principales herramientas durante siglos para subir o bajar escalones en la jerarquía mundial. Fue así con la España de los Austrias en el siglo XVI, la Francia de Napoléon, la Alemania de la primera mitad del siglo XX, el Japón imperial o los Estados Unidos del siglo pasado. Su rol en las relaciones internacionales venía marcado por las victorias en el campo de batalla y por los tratados de paz firmados a su conclusión.

Hasta el siglo XIX, explica Kennedy, las potencias europeas podían llegar a invertir entre un 40% y un 50% de sus presupuestos en gastos militares; en tiempos de guerra, la cifra podía ascender hasta un 80% o 90%. En el caso de los siglos XVIII, XIX y XX, las potencias no sólo libraban frecuentes batallas entre ellos (a excepción del período de la pax britannica), sino también contra terceros países no industrializados que pasaron a convertirse en colonias.

En este sentido, al menos de momento, el caso de China es una excepción en la historia contemporánea: es la primera vez que una gran potencia alcanza este estatus sin haber librado una guerra importante durante los últimos 60 años. La China de Mao Zedong (1949-1976) sí que fue país de retórica beligerante, que participó en la Guerra de Corea (1950-1953) y que apoyó a distintos grupos comunistas en Asia y África. Sin embargo, desde las políticas de Deng Xiaoping a finales de los 70 (que es cuando comienza el gran despegue económico del país), China ha ido subiendo poco a poco los escalones del PIB mundial sin ningún enfrentamiento bélico.

Una de las claves de este “ascenso pacífico” (la expresión acuñada por el gobierno chino para tranquilizar a vecinos y potencias tradicionales) ha sido lo que Paul Kennedy describe como money first. A diferencia de la Unión Soviética, que se embarcó en la frenética carrera armamentística con Estados Unidos, China sabe que no puede competir en términos militares y ha centrado todos sus esfuerzos en el desarrollo económico. Con él han venido incrementos en el gasto militar, pero éste sigue estando en torno al 2% del PIB, lo que le aleja de forma dramática del ascenso a principios del siglo XX de potencias militaristas como Alemania o Japón. Pekín ha apostado desde finales de los 70 por jugárselo casi todo a la baza económica y comercial, en lo que Paul Kennedy considera (la primera edición del libro se publicó en 1987) como su mayor ventaja en el medio-largo plazo.

Por supuesto, la ausencia de un conflicto militar no sólo tiene que ver con esta estrategia nacional de China. El mundo ha cambiado mucho desde las guerras sangrientas del siglo XVI, el colonialismo del XIX o las guerras mundiales del XX. La bomba nuclear (que China también posee) parece haberse convertido en el único antídoto capaz de evitar los conflictos entre las grandes potencias, que no se han vuelto a producir (al menos de forma directa) desde 1945. Muchos jóvenes han crecido hoy, por primera vez en la historia, en sociedades que no han experimentado el impacto que la guerra solía provocar en la mayoría de familias (la serie de televisión Downtown Abbey ofrece un retrato muy esclarecedor de lo instalada que estaba la guerra en la sociedad).

China, ¿una potencia aislacionista o expansionista?

Cuando se habla del ascenso de China, en realidad de lo que estamos hablando es de lo que se conoce como “su vuelta al centro”, el lugar principal que ocupó en la economía mundial hasta la revolución industrial. Muchos expertos destacan que en las épocas de mayor explendor de las dinastías Tang, Ming o Qing, cuando gran parte del continente asiático giraba en torno a China, las relaciones exteriores de esta gran potencia se basaban en un paternalista sistema tributario. China, aunque tenía la capacidad económica y militar, nunca se interesó por conquistar tierras más allá de sus fronteras inmediatas, y nunca creó un sistema de colonias en otros continentes. Ese pasado aislacionista, se suele decir, puede ser una guía de la actuación que China tendrá en el futuro a medida que aumente su poder.

Leyendo el libro de Paul Kennedy, esta visión histórica de China, salvando las distancias, recuerda a la de Estados Unidos en el siglo XIX. Centrado en sus asuntos internos, consolidando su potente mercado interno y apostando por subirse al carro de la revolución industrial, Estados Unidos mantuvo durante décadas una postura aislacionista con respecto al resto del mundo. Aquellos “bárbaros” al otro lado del Atlántico se reunían en París y Londres para solucionar los problemas del planeta y repartirse África y Asia; Washington, por su parte, prefería mantenerse al margen, reafirmaba su singularidad y abogaba por no intrometerse en los asuntos internos de otros países, más o menos de la misma forma que lo hace hoy Pekín.

Con el paso del tiempo, sin embargo, Estados Unidos comenzó a cambiar su política exterior. La doctrina Monroe (resumida en la frase to leave America for the Americans) comenzó a aplicarse a finales del siglo XIX, cuando Estados Unidos se volvió más activo en las regiones cercanas (Alaska, Cuba, México, Nicaragua, Haití…). También hoy China ha defendido una política similar en Asia: en mayo de 2014, el Ministro de Exteriores afirmó [link en chino] en un encuentro internacional que “los países asiáticos se encargan por sí mismos de los asuntos asiáticos”

Si Estados Unidos comenzó siendo un país aislacionista, con el paso de las décadas sus intereses estratégicos se fueron extendiendo por el mundo, y el contexto internacional le “obligó” a tener un papel activo y expansionista que ha mantenido hasta nuestros días. China (que le disputa a Estados Unidos el título de país más pragmático) podría también cambiar su política exterior en función de sus necesidades. El pasado de un país no siempre es la mejor guía para entender su futuro.

China, una mezcla de Estados Unidos y Rusia en sus momentos de apogeo

Siguiendo con las comparaciones históricas, se podría decir que, hasta cierto punto (una vez más, esto es un ejercicio comparativo muy libre), China comparte algunas similitudes con el Estados Unidos de finales del siglo XIX o la Rusia de la primera mitad del siglo XX.

En el caso del Estados Unidos de la época, China comparte hoy el haberse convertido en la fábrica del mundo. A los europeos les costó darse cuenta, pero los estadounidenses producían ya en 1900 el 23,6% de las manufacturas del planeta, muy por encima de Reino Unido (18,5%) o Alemania (13,2%). Aunque el planeta ha cambiado mucho, y la producción de bienes y servicios es hoy global, China es en la actualidad el líder mundial de las manufacturas.

Las similitudes también se pueden encontrar en los miedos y recelos que Estados Unidos suscitó en aquella época entre las potencias tradicionales. A medida que los productos estadounidenses comenzaron a hacerse un hueco en los mercados europeos, el viejo continente reaccionó con suspicacia. “El Kaiser Wilhelm y otros líderes europeos insinuaron la necesidad de unirse contra el ´injusto´ coloso comercial estadounidense”, escribe Paul Kennedy en su libro, en una clara reminiscencia de la respuesta de algunos países desarrollados ante los productos chinos de hoy.

Además de eso, a China se la compara a menudo con las últimas tres décadas del siglo XIX en Estados Unidos, en lo que allí se conoce como “la edad dorada”: una época de gran desarrollo económico, pero salpicada por conflictos sociales, corrupción y una especie de “ley de la selva”. Son también los momentos en los que se construye la línea de ferrocarril que une el este y el oeste del país (en el caso de China, se podría comparar con el tren de alta velocidad), en un momento en el que Washington comienza a sentirse fuerte en la escena internacional (como hoy Pekín). Una época de cambios y creación de riqueza, pero también de miserias y del “sálvense quien pueda”: más o menos como la China de los últimos 30 años. [Evan Osnos ha sido uno de los periodistas estadounidenses que ha hecho recientemente este paralelismo]

También como Estados Unidos en aquella época, China está aprovechando su enorme mercado interno para crear grandes empresas nacionales y aprovechar las economías de escala. La protección de determinados sectores (como ha hecho Pekín) formó parte de la política económica de Washington en aquella época. Una vez que el país alcanzó cierto nivel de desarrollo, las empresas estadounidenses comenzaron a salir al extranjero a principios del siglo XX, más o menos como lo están haciendo hoy las empresas chinas. Ese gran mercado interno se convirtió en una de las claves para el surgimiento de Estados Unidos en el siglo XX, y China ha querido seguir sus pasos 100 años después.

En cuanto a la Rusia de la primera mitad del siglo XX, y de forma más concreta la de los años 30 (por lo tanto la Unión Soviética), China comparte el ser un país grande y poblado, con unos números totales de Producto Interior Bruto (PIB) elevados, pero una renta per capita muy por debajo del resto de grandes potencias.

Aquí algunos números citados por Paul Kennedy: en 1932, la Unión Soviética producía el 11,5% de los productos manufacturados del mundo, solo por detrás de Estados Unidos (31,8%). En 1938, con 180 millones de habitantes, era el país más poblado de entre todas las potencias, por delante de Estados Unidos (138 millones), Alemania (68), Reino Unido (47) o Francia (42). A esta fortaleza económica y poblacional, la URSS unió otro golpe psicológico en los años 30: el haber salido indemne del crack del 29 (salvando las distancias, más o menos como China con la crisis de 2008).

A pesar de eso, la URSS era un gigante con pies de barro, menos industrializada, con más población rural, menores niveles de renta per capita e índices de productividad y tecnología considerablemente por debajo del resto de potencias (a pesar de que en esta época consiguió recortar mucho terreno). De hecho, probablemente el caso de China en la actualidad sea todavía más extremo debido a su enorme población: siendo la segunda economía del mundo por PIB, el país asiático está en torno al puesto 90 cuando lo dividimos per capita. [De ahí esa idea de la China bipolar].

La cuestión geográfica

Para Paul Kennedy, otro aspecto importante a la hora de juzgar el surgimiento y hundimiento de las grandes potencias está relacionado con la geografía. En el caso de Reino Unido o Japón, por ejemplo, los dos países se encuentran rodeados por mar, lo que suponía una gran barrera natural que hacía casi imposible la invasión por parte del enemigo.

También Estados Unidos salió bastante bien parado: una vez definidas las fronteras con Canadá y México, el país cuenta con tan sólo dos vecinos (y casi siempre aliados) y la protección de los océanos. Su distancia con Europa, donde se libraban guerras cada dos por tres, le permitió consolidar su desarrollo económico.

En el lado contrario de la lotería geográfica estaría Alemania. Situada en el corazón de Europa, cualquier intento de Berlín por aumentar su influencia tenía inmediatamente efecto en alguno de sus vecinos. Las potencias del entorno (Rusia, Francia, el Imperio Austro-húngaro, Reino Unido…) podían unirse para evitar la amenaza común de una Alemania expansionista, obligando a Berlín a luchar en varios frentes al mismo tiempo (como pasó en las dos guerras mundiales).

En este sentido, China tampoco ha salido muy bien parada: con más de 22.000 kilómetros de frontera, el país bordea hasta 14 naciones (a las que habría que sumar las cercanas Japón, Corea del Sur, Filipinas e incluso Taiwán). Se trata de todo un berenjenal diplomático, con la posibilidad de abrirse distintos frentes de ataque a varios miles de kilómetros de distancia. A todo eso se une la falta de recursos naturales del país, con muy poca tierra cultivable, poca agua y escasos recursos naturales.

El quid del auge y la caída de las naciones

Después de un largo recorrido por la historia, Paul Kennedy resume brevemente la clave de las grandes potencias: tener una gran capacidad para generar riqueza, contar con unos cimientos económicos sólidos, potenciar la innovación tecnológica y ser capaces de financiar guerras. A pesar de su énfasis en las cuestiones militares, lo cierto es que Kennedy deja bien claro que la economía es casi siempre la base del poder de las naciones:

“[…] Existe una dinámica de cambio, dirigida fundamentalmente por los desarrollos económicos y militares, que después impacta en las estructuras sociales, los sistemas políticos y el poder militar, y por lo tanto en la posición individual de los estados e imperios”.

“La prosperidad económica no siempre (y no inmediatamente) se traduce en efectividad militar, ya que eso depende de otros factores, desde la geografía hasta la moral nacional, pasando por la competencia táctica y de los generales. Sin embargo, el hecho es que todas las grandes transformaciones mundiales en el “poder militar” se han producido siguiendo alteraciones en el equilibrio “productivo”; además, el ascenso y la caída de los distintos imperios y Estados en el sistema internacional se ha confirmado por los resultados de las grandes guerras entre las potencias, donde la victoria siempre ha ido a parar del lado que contaba con los mayores recursos materiales”.

Para ir cerrando estas reflexiones históricas en torno a las grandes potencias y China, aquí van tres reflexiones más extraídas de la obra de Paul Kennedy:

1 – Aunque las condiciones geográficas, la población y los recursos naturales han sido importantes para explicar la fortaleza de las naciones, lo cierto es que los accidentes históricos y ciertas innovaciones tecnológicas pueden romper por completo el equilibrio entre distintos países. Es aquí donde Kennedy habla de “circunstancias especiales”, como por ejemplo el Reino Unido en el siglo XIX y Estados Unidos en el siglo XX.

Según su análisis, el Reino Unido, por sus condiciones naturales y población, “debería” poseer en torno al 3% o 4% de la riqueza y el poder mundial. Sin embargo, debido a esas circunstancias excepcionales (el liderazgo tecnológico durante la revolución industrial, su poder financiero, la colonización y explotación de otros países…) las islas británicas llegaron a poseer el 25% de la riqueza mundial. Lo mismo se podría decir de Estados Unidos, cuya riqueza y poder mundial tras la segunda guerra mundial se situó en torno al 40%. En su opinión, lo que hemos visto durante las últimas décadas (con una reducción de su poder) es una vuelta a cierta “normalidad”.

Desde el punto de vista chino, sobre todo teniendo en cuenta su población, esas cirscunstancias excepcionales han sido las que desde mediados del siglo XIX le han mantenido muy por debajo de lo que debería ser su porcentaje total de la riqueza global. Su actual desarrollo económico (como el de India) se enmarcaría pues en esa vuelta a la normalidad, al menos teniendo en cuenta sus recursos naturales y humanos.

2 – Aunque actualmente se habla de un mundo multipolar como una gran novedad, lo cierto es que ésta ha sido la situación más común a lo largo de la historia. Especialmente en la Europa entre 1660 y 1815, Paul Kennedy habla de grandes poderes europeos enfrentados entre sí (Francia, el Imperio austríaco, Prusia, Reino Unido, Rusia) pero sin que ninguna pudiera imponerse claramente a las demás.

Fue solo a partir del siglo XIX cuando las cosas comenzaron a cambiar. Se podría decir que en aquella época Reino Unido se convirtió en la primera gran potencia hegemónica, a la que Estados Unidos sustituyó en el siglo XX (con la guerra fría y el mundo bipolar de por medio). Sin embargo, incluso en estos tiempos continuaron surgieron nuevas potencias, como Alemania, Japón o Italia a principios del siglo XX; o en la actualidad con China, India o Brasil. Es por eso que el sistema global es dinámico y está destinado a seguir siéndolo.

A pesar de eso, también es cierto que en ocasiones los cambios pueden ser muy lentos. El año 1885 es identificado por Paul Kennedy como el comienzo del fin del control mundial por parte de Europa; aún así, han pasado más de 100 años y Alemania, Francia y Reino Unido siguen estando en el TOP-6 de las grandes potencias; medido en su totalidad, el PIB de la Unión Europa es superior al de Estados Unidos.

3 – Precisamente porque las potencias gestionan el mundo (y lo hacen en función de sus intereses), el auge de nuevos rivales estratégicos siempre despierta recelos. Hoy es evidente con el caso de China, pero desde un punto de vista histórico (explica Kennedy) es lo “natural”.

“Como es lógico, todas las potencias emergentes piden cambios en el orden internacional, que ha sido arreglado con ventajas para las antiguas y establecidas potencias”.

En este sentido, probablemente el auge de China es el acontecimiento histórico más transgresor en el equilibrio entre las grandes potencias. Desde el siglo XVI, las naciones europeas se acostumbaron a luchar entre ellas y a repartirse el mundo; en el siglo XIX, el Reino Unido se convirtió en la gran potencia hegemónica, pasándole más tarde el relevo a su ex-colonia Estados Unidos (un país que hablaba el mismo idioma y tenía una cultura compartida). Incluso la URSS era una entidad relativamente conocida, familiar y cercana (escritores como Tolstoi, Dostoyevsky o Chejov eran sumamente populares en Europa) . Tan sólo el Japón de la primera mitad del siglo XX puede considerarse una potencia ajena a la cultura occidental.

En esta visión histórica, China supone una novedad importante por una doble vertiente; por un lado, esa diferencia y distancia respecto a Occidente; por otro, sus grandes dimensiones, que la sitúan en una dimensión superior respecto a las crecientes economías asiáticas de Corea del Sur, Taiwán o Singapur. Por todo eso, probablemente el ascenso de China suponga el mayor desequilibrio en el mundo de las grandes potencias desde la revolución industrial.

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Publicado originalmente en Zai China