El 9 de agosto de 1974 abandonaba la Casa Blanca el trigésimo séptimo presidente de los EE UU, Richard Nixon, el único que ha dimitido del cargo. La investigación del Watergate por parte del Washington Post acababa con su presidencia y consagraba el periodismo de investigación, el mayor azote contra los políticos corruptos. Al respecto les traemos un trabajo del periodista español Pedro González para el portal Zoom News
Nixon: la aparatosa caída de un presidente en un Estado de Derecho
Fue la lucha y el tesón de los reporteros, el director y la propietaria de un diario emblemático, The Washington Post, los que demostraron que, en efecto, puede ser mucho más saludable para la democracia un país sin gobierno pero con periódicos que a la inversa, tal y como sentenciara Thomas Jefferson en 1787. Aquel 8 de agosto de 1974 Richard Milhous Nixon tiraba la toalla al anunciar su dimisión. Con su salida de la Casa Blanca por la puerta de atrás, el hombre teóricamente más poderoso de la tierra evitaba el inminente proceso de impeachment(destitución) por el Congreso de Estados Unidos.
Nixon estaba casi a mitad de su segundo mandato presidencial tras haber sido reelegido triunfalmente. Había acabado con la pesadilla de la guerra de Vietnam, iniciada por el complejo industrial-militar bajo el mandato del demócrata Lyndon B. Johnson, había conseguido descongelar las relaciones con la China deMao Zedong, y se aprestaba a inaugurar una nueva época en su pugna con la Unión Soviética, entonces liderada con mano de hierro porLeonid Breznev.
Ninguno de tales méritos impidieron que Nixon pudiera sustraerse a la implacable investigación de un poder judicial independiente, pero sobre todo al juicio de una opinión pública que pudo conocer sus enjuagues y manejos gracias a la tenacidad de un medio de comunicación, The Washington Post, primero solo y aislado en su lucha; luego, secundado por la práctica totalidad de los demás periódicos, radios y emisoras de televisión.
Nixon pasó a ser Tricky Dicky (Ricardito el Tramposo), a medida que se iban conociendo los obstáculos que iba interponiendo para impedir la publicación y difusión de sus acciones, encaminadas a espiar a la oposición y amordazar a los medios periodísticos que descubrían sus trampas. Estados Unidos emergió de aquel cenagal como el país verdaderamente libre que soñaron Jefferson y los demás padres de la patria. Un Estado de Derecho, con auténtica separación de poderes, gracias a la cual el judicial y el legislativo pusieron a su máximo poder ejecutivo contra las cuerdas.
Todo comenzó como un robo de rateros
Todo comenzó el sábado, 17 de junio de 1972. Un vigilante observa movimientos sospechosos en las oficinas del Comité Nacional del Partido Demócrata en Washington, instalado en un lujoso complejo denominado Watergate. El vigilante llama a la policía, que a las 2.30 de la madrugada pilla in fraganti a cinco individuos considerados inicialmente como rateros de poca monta.
Un reportero veinteañero del Post, Bob Woodward, se mosquea de que tales ladrones elijan precisamente esa oficina para intentar un golpe que les solucione las juergas del fin de semana, de manera que acude a la audiencia preliminar fijada para ese mismo sábado. Allí ve por primera vez las caras de los intrusos: Bernard L. Barker, Frank A. Sturgis, Eugenio R. Martínez, Virgilio R. González y James W. McCord.
El asunto empezó a ponerse interesante cuando la policía exhibió el material incautado a los presuntos rateros: guantes de goma, sofisticado equipo fotográfico, varios micrófonos y otros dispositivos inequívocamente para la realización de escuchas. Luego se sabría que los pillados con las manos en la masa ya habían entrado en el complejo, para inspeccionar las dependencias, el 27 de mayo anterior.
Woodward no daba crédito cuando comprobó que James W. McCord era el coordinador de seguridad de la campaña para la reelección de Nixon, puesto al que saltó tras comprobarse su eficacia y experiencia como agente de la CIA. Menos éste, los otros cuatro confesaron haber venido a Washington desde Miami, además de declararse “anticomunistas”, pero no como ideología sino como profesión.
Apoyado por otro joven reportero, Carl Bernstein, Woodward propuso investigar la conexión de los detenidos con algunos de los personajes que en la Casa Blanca no tenían funciones demasiado claras, y a los que a partir de entonces bautizaron como los fontaneros, y conocidos después, en los libros, reportajes y películas, como “los hombres del presidente”.
Con todas las cautelas profesionales, el director del periódico, Ben Bradlee, y su propietaria, Katharine Graham, respaldaron el trabajo y la publicación gota a gota de los descubrimientos de sus dos reporteros. Estos se encontrarían con el maná de una fuente inesperada, un Garganta Profunda, que entre octubre de 1972 y noviembre de 1973 orientaría el rumbo de sus investigaciones y les verificaría la autenticidad de las mismas. Las confidencias se celebraron, siempre a instancias del propio confidente, en un aparcamiento de Arlington, un municipio separado de Washington por el río Potomac.
Woodward guardó siempre el secreto sobre la identidad de Garganta Profunda (título de la primera película pornográfica que se pudo exhibir libremente en Estados Unidos gracias a una ley del propio Nixon), y solo la confirmaría cuando fue revelada por su propia familia cuando, ya muy anciano, estaba a punto de morir: era William Mark Felt, director adjunto del FBI, y aspirante frustrado a ser su jefe máximo.
Apenas cinco días después de la detención de los intrusos, el 22 de junio de 1972, el presidente Nixon despacha una pregunta sobre el Watergate en una rueda de prensa con la despectiva expresión de “ese particular incidente”.
Sin embargo, en su propio entorno empezó a cundir la inquietud. Su jefe de campaña, John Mitchell, le presentaba la dimisión aduciendo el dilema en que le había puesto su propia esposa: “O Nixon o yo”. El detonante habría sido la publicación de que buena parte del dinero que la policía había decomisado a los intrusos procedía de donaciones para la reelección de Nixon, y cuyo reparto había sido decidido por Mitchell.
Las amenazas de Nixon al ‘Post’
El goteo de informaciones relativas al uso ilegal de los fondos recaudados para la campaña proseguiría durante todo el mes de agosto y septiembre, a finales del cual se publicaba que Mitchell había dispuesto un fondo secreto destinado a espiar e investigar al Partido Demócrata. Woodward y Bernstein previnieron al propio Mitchell del contenido de lo que iban a publicar al día siguiente. Mitchell no lo desmintió, les amenazó y avisó de inmediato al presidente de que “aquellos cabrones iban decididamente a por él”.
Nixon empezó a ponerse nervioso, activó sus poderosas palancas e hizo llegar a los editores del Post que su negocio podía irse al traste si continuaban publicando “esa mierda”. Katharine Graham confesaría en sus memorias que se “sentía asediada”; cómo las acciones de la empresa llegaron a desplomarse un 25%, y la soledad que experimentaba al comprobar que ningún otro medio se hacía eco de unas revelaciones tan escandalosas. Graham desliza su convicción de que la capacidad del poder de conceder y renovar frecuencias de radio y televisión pudieron pesar mucho en el retraimiento a la hora de decidir sobre los temas a abordar y encargar a sus propios reporteros sobre el caso Watergate.
El presidente, en conversación con su círculo más íntimo, cayó en la tentación de considerar que la opinión pública le absolvía de las posibles faltas ante el triunfo aplastante logrado en las elecciones de noviembre. Al fin y al cabo -pensaba- las urnas y lo que decide el pueblo está por encima de todo. No contabaTricky Dicky con dos cosas: la determinación de los dueños y reporteros del Post de seguir escudriñando su comportamiento, y la insobornable conducta de algunos jueces.
El caso se aceleró a partir de marzo de 1973. James W. McCord escribía una carta al juezJohn J. Sirica, en la que reconocía haber cometido perjurio, que tanto él como los otros cuatro asaltantes del Watergate habían recibido presiones de todo tipo para declararse culpables, y que había altos cargos implicados en aquella conspiración. Le confesó, además, sus temores y los de su familia a ser asesinado “si revelo todo lo que sé sobre este asunto”. Aquello era al fin la bomba que habían esperado tanto tiempo en el Post, tanto que de pronto se destaparon muchas bocas y los demás medios empezaron a difundir su propia cascada de revelaciones.
Entró entonces en escena el poder legislativo, de manera que el Senado instauró una comisión de investigación. Como era de prever, Nixon se resistía a que se pusiera en marcha, llegando a amenazar incluso con que impediría determinadas comparecencias. Se escudó en la doctrina del Privilegio del Ejecutivo, utilizada por vez primera por el mismo George Washington, según la cual el presunto interés superior de la nación justifica que los principales colaboradores del presidente no declaren tanto ante la Comisión de Investigación como ante el Jurado Acusador, otra institución creada asimismo para determinar presuntos culpables de violar la Constitución americana, en especial las libertades.
El desfile ante la ‘comisión Erwin’
Presidía aquella Comisión el senador demócrata Sam Erwin, que advirtió a Nixon sobre las sospechas que recaerían sobre él mismo si impedía comparecer a sus colaboradores. El presidente debió recapacitar porque apenas dos semanas después se envainaba sus amenazas, negativas y Privilegio del Ejecutivo, y autorizaba el desfile de sus hombres ante la citadan Comisión.
Uno tras otro, Jeb Magruder, Harry Robbins, Bob Haldeman, John Ehrlichman, Charles Colson, John W. Dean III, Richard Kleindienst, John N. Mitchell, Herbert W. Kalmbach, se sometieron al implacable interrogatorio de los senadores, que también llamaron a los directores de la CIA Richard M. Helms y M.L. Patrick Gray, además de al exagente de la CIA y consejero de seguridad de la Casa Blanca E. Howard Hunt Jr., y al consejero general de Finanzas del Comité para la Reelección, G. Gordon Liddy.
De todos ellos, el primero en protagonizar la gran cantada fue John Dean, que corroboró ante los senadores lo que ya había revelado a los reporteros del Post: que el propio presidente estaba personalmente implicado en el caso Watergate. Nixon le acababa de destituir, al igual que a otros tres de sus fontaneros, a raíz de las propias y supuestas investigaciones de la Casa Blanca, emprendidas ante la magnitud de las revelaciones “que estaban saliendo en la prensa”.
Pero John Dean no estaba dispuesto a cargar con el muerto, y ante la Comisión del Senado manifestó “haber discutido no menos de 35 veces con el presidente la adopción de medidas secretas para frenar las investigaciones sobre Watergate”. Entre ellas estarían los pagos con fondos secretos a los intrusos para comprar su silencio. También corroboró las revelaciones de otro testigo, Alexander P. Butterfield, de que Nixon disponía de un magnetófono oculto con el que grababa las conversaciones que se celebraban en el Despacho Oval, una práctica que inició a partir de 1971.
Conforme a la correspondiente Ley de Transparencia americana, los Archivos Nacionales de Estados Unidos publicaron en agosto de 2013 un total de 340 horas de aquellas grabaciones, entre las que pueden descubrirse los apoyos que entonces le manifestaron dos personalidades republicanas que serían a su vez presidentes en fechas posteriores: George H. W. Bush y Ronald Reagan. Faltan no obstante otras 700 horas, que todavía permanecen en secreto “por razones de seguridad”.
Comienza el ‘impeachment’
Los acontecimientos se precipitaron. El 7 de julio tanto la Comisión como el fiscal especial, Archibald Cox, envían al presidente un requerimiento para que entregue las cintas grabadas entre el 20 de junio de 1972 y el 15 de abril de 1973, a lo que Nixon se niega inicialmente. Haciendo uso de sus poderes, el presidente llegaría a destituir a Cox y eliminar la Oficina del fiscal especial, lo que motivaría la dimisión del fiscal general, Elliot Richardson.
Nixon alegó una presunta flebitis en una pierna para evitar comparecer ante el Jurado Acusador, que le había encausado por el encubrimiento del asalto a la sede demócrata del Watergate, pero no pudo evitar que la Cámara de Representantes votara en julio de 1974 a favor de iniciar el proceso de impeachment al presidente. Se le acusaba directamente de “haberse embarcado personalmente o a través de sus subordinados o agentes en un rumbo de conducta destinado a retrasar, impedir y obstruir la investigación”.
Fue la puntilla. Nixon se desmoronó y el 4 de agosto terminaría por reconocer haber participado en los esfuerzos para encubrir los hechos. Las figuras del Partido Republicano que aún le respaldaban le retiraron su apoyo. El 8 de agosto, a través de un mensaje televisado a toda la nación, Richard M. Nixon, anunciaba su dimisión. Al día siguiente salía de la misma, aún a bordo de un helicóptero oficial. Le sustituiría su vicepresidente Gerald R. Ford, que a su vez había reemplazado al vicepresidente Spiro Agnew, dimitido tras habérsele descubierto su implicación en delitos de corrupción. Ford se convertiría por lo tanto en el primer presidente americano en ser elegido sin haber pasado por las urnas. En virtud de sus poderes otorgaría el indulto a su antecesor, que jamás podría reponerse en su biografía histórica del mazazo del Watergate.
Con aquel caso nacía el periodismo de investigación, vital para el buen funcionamiento de las instituciones democráticas, y con él los innumerables intentos de los poderes constituidos por cegarlo, condicionarlo y suprimirlo. Ben Bradlee se queja amargamente en sus memorias de que lo único que parecían haber aprendido los políticos corruptos no era evitar sus prácticas sino ingeniárselas para que no te cojan.
En todo caso, Estados Unidos demostró que las instituciones democráticas funcionan cuando hay verdadera separación de poderes, pero sobre todo constituyen un sistema donde la opinión pública es determinante, para lo cual se requiere la insobornable independencia de los medios que la informan y la forman.
Original en Zoom News