A mediados de enero de este año, con un manifiesto titulado Mover ficha: convertir la indignación en cambio político, hizo su aparición en el escenario político español un nuevo partido, Podemos. Apenas cuatro meses después, en las elecciones europeas, sus candidatos obtuvieron 8% de los votos, un fenómeno político que desde entonces no ha dejado de crecer. “Entiendo”, declaró hace pocos días Cristina Cifuentes, delegada del gobierno español ante la comunidad autónoma de Madrid, “que los ciudadanos estén hartos de los políticos: tienen razón”.
Una afirmación imposible en Venezuela, donde el lugar más común del discurso opositor es acusar a Hugo Chávez de haber abusado de su poder para demoler a los partidos de siempre nada más instalarse en Miraflores. Una gran mentira. La gradual pérdida de identidad de Acción Democrática y Copei desde comienzos de los años ochenta ocasionó la defenestración bipartidista de Carlos Andrés Pérez, el triunfo electoral de Rafael Caldera en contra del partido que él había creado y tanto la frívola selección de Irene Sáez como candidata de Copei para las elecciones de 1998, como la imposición en Acción Democrática de la de Luis Alfaro Ucero. La naturaleza contra natura de ambas decisiones determinó que a partir de ese instante la candidatura de Hugo Chávez creciera como la espuma. En el último momento, Sáez y Alfaro fueron arrojados por la borda y los dirigentes adecos y copeyanos que habían promovido sus candidaturas corrieron a abrazarse con Henrique Salas Romer. Peor que peor. Nada misteriosamente, el discurso de Chávez, su borrón y cuenta nueva, suerte de ajuste de cuentas definitivo con el pasado, le dio paso entonces a lo que hoy tenemos entre manos.
La anemia actual de la oposición es producto de aquellos pasos en falso. En primer lugar, porque la mayoría de quienes a lo largo de estos 15 años se han creído los únicos dirigentes posibles del descontento progresivo de la población, son precisamente quienes en 1998, con su mediocridad, le abrieron de par en par las puertas de Miraflores al ex teniente coronel golpista. En segundo lugar, porque conscientes de su debilidad como fuerza electoral para enfrentar la avalancha chavista, crearon la Coordinadora Democrática. Y al fracasar esta, hace 5 años montaron la Mesa de la Unidad Democrática, el mismo perro con diferente collar, pero sin la presencia de la sociedad civil ni de las voces más radicales de la oposición.
Tras la “victoria” de Nicolás Maduro en las elecciones de abril del año pasado, Henrique Capriles convocó a los ciudadanos a marchar y exigir a las puertas del CNE la auditoría de todos los votos, pero la MUD dio la contraorden de inmediato. Ese 17 de abril arrancó la agonía de la MUD. Entretanto, se forjó la indignación de los ciudadanos. Un irrevocable malestar colectivo que nada tuvo que ver con rencillas personales ni nada parecido, y que culminó, por ahora, con la renuncia necesaria de Ramón Guillermo Aveledo y las encerronas propuestas por Antonio Ledezma para reanimar la alianza. Sólo que en lugar de autocrítica y nuevo rumbo, las dichosas encerronas se quedaron en agua de borrajas. Por una parte, la MUD acordó sustituir el llamado G-7 por algo así como una Junta Directiva y convocaron un gran cacerolazo nacional para protestar sonoramente por el racionamiento de comida y medicamentos, con captahuellas incluido. Un fiasco. En lugar de las cacerolas, la noche del jueves pasado sólo se escuchó un silencio ominoso. ¿Será eso lo que queda de la MUD? ¿El silencio y más de lo mismo? O sea, ¿nada?