Resulta peculiar curioso que los principales herederos del internacionalismo marxista -el cual tenía como uno de sus principales objetivos aniquilar la cultura nacional de las etnias que conformaban al Imperio ruso- pretendan hoy utilizar, como lo hace Putin, al nacionalismo como motivo inspirador de reivindicaciones geopolíticas. Hace unos meses, Moscú promulgó una ley que hace que sea más fácil obtener la ciudadanía rusa para todas aquellas personas de etnia eslava que habitan en los territorios del antiguo Imperio soviético. La estrategia de Moscú apunta hacia la creación de un movimiento estructurado en torno a razones étnico-tribales, en las antiguas repúblicas soviéticas, como punta de lanza de una nueva maniobra de lo que Joseph Nye llamaría Soft Power. Putin ha declarado abiertamente que los rusos conforman la más grande nación dividida, y que su misión es la de protegerla.
Putin sabe perfectamente que la persuasión y la seducción que ejerce la cultura europea sobre los pobladores de las ex repúblicas soviéticas, más cercanas a Europa, son inmensas. Si a ésto se agrega la profundización de los lazos económicos y políticos que ha alcanzado la UE en las últimas décadas, se explican, bajo una perspectiva realista, las reacciones de Moscú ante los acontecimientos en Ucrania. Existen múltiples razones por las que Putin difícilmente aceptará una expansión europea en Ucrania. Sabemos que Ucrania es uno de los principales corredores de energía. El 30% del gas que se consume en Europa proviene de Rusia. Las tensiones entre Bruselas y Moscú ha empujado a los países europeos a buscar otras rutas para su abastecimiento energético, cosa que aún no ha logrado. La pérdida del control sobre Ucrania, implicaría para Rusia perder el control de los mercados energéticos durante los próximos veinte o treinta años. Además, amenazaría el proyecto geopolítico más ambicioso de Vladimir Putin, enfocado en el nacimiento, a partir del 1 de enero del 2015, de la Unión Económica Euroasiática cuyos miembros, por ahora, son Rusia, Bielorrusia y Kazajstán, a los cuales se les agregarían posteriormente Armenia y Kirguistán. El nuevo coloso, considerado un renacimiento de la “Gran Rusia”, posee un mercado de casi 200 millones de consumidores que, en gran parte, será abastecido de productos provenientes de Ucrania.
Esta característica de gran proveedor, Ucrania la ostenta a nivel de industria bélica para el suministro de componentes y piezas de repuesto, esenciales para la industria militar rusa. Una ruptura entre Kiev y Moscú amenazaría la producción de los aviones Antonov, y pondría en riesgo la utilidad para Moscú de la empresa “Zorya Mashproekt”: uno de los mayores fabricantes de plantas de turbinas de gas para aplicaciones marinas e industriales.
Son estas sólo algunas de las razones por las cuales será difícil que Putin claudique ante Occidente, resignándose a ceder Ucrania; así como resulta muy improbable un conflicto bélico a gran escala, entre las ex superpotencias. Lo que sí parece claro es que, desde 1945 -año de culminación de la II Guerra Mundial-, Europa vive atenazada entre pretensiones expansionistas rusas e hipócritas maniobras de alianza y protección militar estadounidenses.
Los únicos y reales ganadores, desde Yalta, siguen imponiendo su política. La que aún hoy sigue perdiendo es sólo Europa.
Edgardo Ricciuti