En el pasado, fue común que durante períodos bélicos extensos se desmantelaran construcciones y propiedades. Echar mano a lo existente bajo el argumento de la necesidad, era la justificación que antecedía la exhibición de los nuevos monumentos de la decadencia. Al final, el saldo se medía en cifras de fallecidos, situaciones crónicas de salud, miseria y un país en ruinas.
Asistimos a un momento crítico en el que la ineficiencia en el manejo de la cosa pública y las desatinadas políticas económicas y laborales se camuflan bajo la expresión de una imaginaria “guerra económica”. Lo que si es real, es que los venezolanos vivimos inmersos en consecuencias similares a las de una economía de guerra, es decir, la que con controles extremos se aplica durante largos períodos en ese esfuerzo desesperado por garantizar actividades indispensables que eviten el colapso del Estado.
Casualidad o no, en momentos así las prioridades están en los alimentos, la dotación de material militar y el desestimulo del consumo privado. Expresiones como autoabastecimiento, ahorro energético, soberanía productiva y llamados nacionalistas ocupan el discurso. Que se persiga a Ricardo Hausmman por explicarlo y se ataque al puma José Luis Rodríguez por entenderlo, es quizás lo único extraordinario.
El libreto oficial afirma que el enemigo a vencer es el capitalismo, esto es, el orden social y económico que fomenta el desarrollo productivo y la riqueza con base en el reconocimiento y respeto de la propiedad privada. Por lo tanto, cada acción que se tome en este contexto, atenderá directa o indirectamente al blanco de guerra. Visto así, el desmantelamiento del aparato productivo nacional se encuentra con una delirante explicación que conjuga lo bélico, lo económico y lo ideológico.
Sin embargo es curioso que a medida que avanza la guerra y la devastación convierte en ruinas al castillo -perdón, quise decir empresas- se prohíba su evacuación (inamovilidad laboral) y por el contrario se ordene una mayor ocupación selectiva. Ese es el caso de la futura Ley del Primer Empleo cuyo contenido solo se conocerá luego de su promulgación, pero que ya deja ver su costura en el discurso presidencial.
Debo recalcar lo que he sostenido sobre la materia: El problema de la inserción primigenia al mercado laboral va más allá de maquillar el resultado de un dato estadístico (que por cierto ocultan desde hace meses). Se trata de fomentar la creación de puestos de trabajo, con un sentido productivo, en condiciones dignas que contribuyan a la generación de riqueza, acceso a la propiedad privada y oportunidades de ascenso social.
Eso no se logra ni con ideología socialista, pues precisamente identifica como blanco enemigo a la riqueza y la propiedad privada, ni estableciendo en una norma porcentajes obligatorios de contratación de personas en cierto rango de edades con sanciones en unidades tributarias en caso de incumplimiento. Vaya política laboral esa de ordenar habitar lo que el propio Estado se ocupa por desmantelar!. Concluyendo, no vivimos un modelo de fomento, sino más bien de imposición del primer empleo en una economía de guerra.
Jair De Freitas de Jesús
@jair_defreitas