En nuestro mundo la pobreza es un crimen. Los estados penalizan el desempleo sin hallar rutas hacia mejores oportunidades de desarrollo. Kilee Lowe era una de las cientos de indigentes que viven en las calles de Salt Lake City; al igual que en cualquier ciudad –y más en una con problemas de sobrepoblación–, sus expectativas se reducían al ciclo destructivo de entrar y salir de prisión por el crimen de vivir en la calle. Reseña PijamaSurf
“Sólo porque no tengo una tarjeta de crédito no quiere decir que soy una criminal”, afirma Lowe. El crimen de la indigencia se disfraza de muchas máscaras: vagancia, deambular “sospechosamente”, acumular “basura” en la via pública, cometer robos. Hay que pensar que en nuestras ciudades, la basura es una categoría burguesa de los objetos; sólo el “derecho” al consumo –el participar del consumismo– crea la basura como un subproducto del capitalismo, y asocia a toda una categoría de personas con ese “exceso” inadmisible de la sociedad organizada y productiva que buscan vendernos.
Los indigentes son vistos como una suerte de “basura” social, un subproducto incapaz de ser colocado en el mercado laboral, además de un recordatorio de los temas más duros de resolver: desempleo, abuso de sustancias, violencia familiar, inestabilidad mental. Aprender a no verlos o a ignorarlos sin perder el hilo de la escenografía, parece ser una especie de talento para la clase media y alta.
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