La defenestración pública del Mayor General Miguel Rodríguez Torres, golpista originario que fue derrotado por Doña Blanca de Pérez cuando intentó, a plomo limpio, tomar la Casona, tiene graves connotaciones para la paz de la república, debido a que pone al descubierto lo que hasta ahora era una sospecha generalizada: el monopolio del uso de la fuerza no lo tiene el Estado, lo comparte con los llamados “colectivos armados”, especie de grupos de choque, encargados de enfrentar a la oposición.
Rodríguez Torres merecía ser despedido desde hace mucho tiempo por su incapacidad para detener la matanza de venezolanos en manos del hampa y por la forma inescrupulosa en que dirigió la represión contra las protestas estudiantiles de principio de año. Sin embargo, su salida del despacho de relaciones interiores obedece a otras motivaciones. En primer lugar, existe la hipótesis de que el enfrentamiento ocurrido en el edificio Manfredi, donde pierden la vida 5 personas vinculadas a los colectivos, produce una presión pública de estos grupos, quienes el jueves pasado amenazaron con realizar una marcha en Caracas. Esta marcha fue suspendida y produjo el pronunciamiento vía twitter de varios miembros de los colectivos, diciendo que habían logrado el objetivo de destituir al Ministro y que ahora faltaba verlo tras las rejas. Nadie oficialmente ha confirmado la existencia de una negociación entre el alto gobierno (sin la participación de Rodríguez Torres) y los colectivos para cambiar la marcha por la cabeza del ministro, pero los hechos indican que la misma ocurrió. Se suspendió la movilización y fue despedido el personaje.
El estado surge como una necesidad del hombre precisamente de limitar el uso de la violencia, para dirimir las diferencias políticas, económicas, sociales o personales. Los hombres renuncian al uso de la fuerza y se someten al imperio de la ley, como una forma de lograr un mínimo de convivencia social. Desde la época de Chávez, y ahora en pleno desarrollo del Cabello-Madurismo, el discurso oficial ha planteado como un imperativo revolucionario la desaparición del Estado burgués, lo cual para muchos implicaba desaparecer los supuestos productivos y economicistas en la gestión pública, para imponer el llamado poder comunal, pero al parecer están dispuestos a ir mucho más lejos y en la cabeza de algunos jefes del proceso, el “nuevo Estado” incluye compartir poder de fuego con grupos paraestatales a cambio de preservar el poder.
Las consecuencias dentro del Madurismo del enfrentamiento entre los “colectivos” y el ministro que cumplía la orden del presidente de aplicar el plan desarme están en pleno desarrollo y habrá que esperar un poco para medirlo, no obstante resaltan algunos elementos: i) es falso la tan cacareada unidad monolítica dentro del oficialismo. Al contrario, las diferencias son tan profundas que al parecer se dirimen por la vía de las armas; ii) dentro del gobierno estamos viviendo un proceso de balcanización, donde las distintas facciones parecieran contar no sólo con influencia dentro del partido y de la organización del gobierno y del Estado, sino también con sus propios grupos de choque. Tristemente pareciera que se están repitiendo los caudillos y las montoneras que el General Gómez había extinguido a principios del siglo pasado y, iii) se observa un peligroso debilitamiento del concepto de Estado, o por lo menos una mutación a una especie de “estado malandro”, donde prevalece la ley del más fuerte.