El «pandorismo» es una tendencia del pensamiento contemporáneo basada en la idea de demostrar por todos los medios que se es bueno, que no se piensa ni se habla mal del prójimo, que no se quiebra un plato, que se está más allá del bien y del mal. Si les parece, pueden verlo como una variante de lo políticamente correcto, como una conducta basada en el mito de Pandora, ese que habla sobre una mujer curiosa que abrió la caja donde estaban encerrados todos los males del universo. Cuando la señora Pandora creyó que la caja había quedado vacía, notó que algo que no era una miasma corrosiva se asomaba del fondo. Se trataba de la esperanza que flotaba y se esparcía lenta y tenue por el mundo hasta que los buenos y los que se las dan de buenos la tomaron para sí.
Los «pandoros» se caracterizan por su bondadosa bondad, por su deseo de convertirse en modelos a imitar y por su sempiterna reconcentración en asuntos de alta ciencia. Discutir sobre eventos mundanos, insultar a quienes lo merecen y dejar correr la furia que a muchos nos corroe, no son actividades que atañan a estos peritos de la simulación, a estos maestros en disfrazar de buen comportamiento su incapacidad para enfrentar a enemigos expertos en acciones ominosas que degradan nuestras vidas. Los pandoros saben cómo posponer lo inevitable, cómo marear a los furiosos y apagarles el fuego interior para que esperen, se acostumbren, se amansen y se rindan.
Con el cuento de la esperanza, los pandoros ayudan a esparcir los males por el anchuroso mundo. Al no mover un músculo por detener las calamidades, estos Tartufos les abren las puertas a desastres cada vez peores, y lo más grave es que, de tanto sacarles el cuerpo, de tanto evitar pelear por resolverlas, terminan beneficiándose del conflicto del que hablan mal todos los días. Sí: los pandoros son expertos en exprimir los frutos del horror, en quedar como administradores de la sabiduría que todo lo explica y que le dice al prójimo que espere, que tenga fe, que se organice, que trabaje, que sea bueno, que no se deje llevar por la ansiedad, que no haga nada porque lo mejor que puede hacer es esperar o distraerse del horror, oyendo los sofismas beatos que producen estos Ellsworths Tooheys contemporáneos, estos artistas en el arte de dominar a los demás a través de esa virtud que tiene la fortaleza de una nube.
Los pandoros desecan el pozo del fuego que forma el brillo de los ojos. A través de sus sentencias, siembran la culpa, doman el espíritu y reúnen a sus seguidores en torno a sucedáneos indignos del combate que hay que librar todos los días para ganarse la vida, para mantener la decencia, construir un futuro, sostener un país.
Los cultores del pandorismo son variantes seglares de los abanderados religiosos que en muchos lugares del mundo todavía adocenan a las personas y acumulan un tipo de poder en el que reúnen con mesmerizante largueza lo espiritual y lo material. A diferencia de ese liderazgo munificente, los pandoros truecan almas en amebas, no para convertirlos en ovejas de un hipotético rebaño celeste, sino para convencerlos de que la vida no es más que lo que es bajo tal o cual régimen, que no hay por qué luchar, que no hay por qué morir, que no hay por qué reclamar ni gritar ni moverse, porque así de inexorable es la vida en esta democracia con sus elecciones siempre amañadas, «y si no me crees, yo te explico. Óyeme o mírame o fíjate y deja que te convenza o te expulse de mi lado y te ponga en la frente el estigma de los renegados».
La civilización produce maravillas, pero cuando lleva demasiado tiempo asentada, engorda y genera rarezas como los pandoros, anticuerpos bizcos que anulan las defensas de la propia sociedad contra los embates de la barbarie que asume formas distintas y cada vez más corrosivas. Para los pandoros, el objetivo no es mantener el hecho civilizatorio, es alcanzar y calentar un asiento en lo más alto. Su deseo es el regocijo que les producirá el reconocimiento de sus conciudadanos, no la liberación de su patria. Eso último les disgusta porque no es fotogénico; es sucio, arduo, difícil de concebir y tramitar.
El pandorismo se ha vuelto inevitable. Todos los caminos conducen a la presencia de estos maniáticos suaves que pretenden explicarnos lo inexplicable y hacernos creer que perdimos la razón, que lo que vemos no es lo que vemos y que la solución al enredo gordiano en que vivimos consiste en «esperar», en «organizarse» según sus métodos y creencias, en «participar» solo en lo que ellos digan que es lícito participar y en «creer» en lo que ellos digan que hay que creer. Ante los pandoros solo cabe levantar una pared de indiferencia, pensar con ideas propias, ser nuestros propios guías, mantener encendida nuestra propia luz.
Que los pandoros gobiernen a quienes puedan.
Vía http://robertoecheto.blogspot.com/