El gobierno ha convertido los golpes de Estado en un género televisivo. Ya son un clásico en esta década. Forman parte fundamental de la programación oficial. Se trata de un tipo de seriado que tiene sus reglas y su propio sentido de la verosimilitud. Por ejemplo: siempre se narran actos fallidos. Más que golpes de Estado, en realidad, se cuentan pregolpes de Estado. Nunca vemos un tanque en movimiento, un avión volando bajo, unos militares agazapados entre las sombras, un teniente coronel hablando a cámara… No. El concepto de este género es distinto. Es un producto más elaborado, que presenta la desactivación de amenazas inminentes y que siempre ofrece una trama de contra, retruque y requetecontrainteligencia. Es un curioso invento de nuestro telegobierno: programas de acción sin acción.
Este miércoles me senté a ver Con el Mazo Dando. Esa noche prometían el tradicional capítulo de la “presentación de pruebas”. El propio Nicolás Maduro había participado con un tuit en la jornada publicitaria. Juro que lo observé con toda seriedad. Deseo honestamente entender la urdimbre de esta nueva serie, encontrarle algún sentido a todo lo que está pasando. El episodio fue largo, algo aburrido y con algunos momentos muy desacertados. Jorge y Diosdado se ríen, comparten complicidades que el público no entiende, se pasan chistes a medias, juegan a darse uno al otro la palabra, al uy-uy-uy, tenemos por ahí una noticia bomba, y vuelven a reírse y se muestran tan encantados que la audiencia ya no sabe si, en verdad, están denunciando un golpe de Estado o están haciendo casting para un “Ellos que se conocen tanto” en la radio con César Miguel Rondón.
Cuando por fin llega el momento tan esperado de las evidencias, el capítulo flaquea, el relato resulta frágil, quebradizo. En el primer testimonio falla el audio. El segundo es breve y poco contundente. El tercero es largo y tedioso. Un tal teniente L. Lugo habla con un desconocido sin aportar ningún dato trepidante. El público empieza a sentir que los párpados son de tela.
A medida que avanza la transmisión, las cosas no mejoran y los animadores comienzan a desesperarse. “Las evidencias son notorias. Las pruebas están extremadamente claras”, dicen. Pero el argumento se deshace y la narración resulta cada vez más desopilante: aseguran que Patricia Poleo, desde Miami, sería el detonante del golpe. Afirman que, en Estados Unidos, un comunicado como el Acuerdo Nacional para la Transición, sería suficiente motivo para una condena de 70 años de cárcel. Jorge y Diosdado lucen cada vez más vulnerables en la pantalla. La ficción requiere cierta lógica. Para mentir también se necesita coherencia.
Un gobierno dedicado a perseguir palabras es un gobierno profundamente débil. Demuestra que está perdiendo su voz. Por eso necesita callar a los otros. El debate en la Asamblea Nacional sobre un texto publicado en un periódico es una de las tonterías más asombrosas de toda nuestra historia parlamentaria. Pienso que muchos de los que nos oponemos al gobierno ni siquiera suscribimos ese acuerdo. Que muchos pensamos que la verdadera política produce transiciones, no las decreta. Que la realidad del país es más compleja que un simple esquema entre dos modelos. Pero entendemos que cualquiera tiene derecho de decir lo que piensa y lo que sueña con respecto al futuro del país. Que el poder no puede imponer su diccionario privado en el que los verbos hablar y delinquir significan lo mismo.
El oficialismo no quiere enfrentar la realidad, pero sí pretende censurar su eco. La ficción de los pregolpes de Estado les parece más verosímil que la inflación. Prefieren debatir sobre un comunicado publicado en la prensa que sobre el asesinato de un adolescente a manos de un policía. Nuestra historia es rara y cruel: a 26 años del Caracazo, un gobierno, supuestamente revolucionario, considera que una protesta puede ser un acto terrorista y se da permiso para reprimir usando la fuerza. Disparen primero. Piensen después.