Cuando en Cyrano de Bergerac, la obra de teatro de Edmund Rostand basada en la vida del noble y duelista francés que tenía un apéndice nasal de connotaciones ornitológicas, el vizconde de Valvert le espeta al protagonista: «vuestra nariz es un tanto grande», no solo se está insultando a Cyrano, sino que trata de mancillar su reputación.
Si Valvert viviera en nuestros días, es probable que hubiera hecho uso de Twitter para enviar tal agravio. Cyrano, que ha desarrollado una verborrea extraordinaria para compensar el menoscabo social que supone su nariz, le responde de un modo que, sin embargo, no habría cabido en los 140 caracteres que impone un tuit: «¡Vaya! No os parece, joven, que habéis andado un poco corto? Cien cosas habríais podido decir con solo variar el tono. Ahí va algún ejemplo: Agresivo: “Señor, mío, si yo tuviera una nariz así, no dudaría en cortármela al punto”. Amistoso: “Al beber, ¿no os molesta meterla en la taza? Yo me haría fabricar una a medida”. Descriptivo».
Porque, de igual modo que a todos nos gusta un «me gusta», un «like», un «fav» o cualquier input positivo a través de internet, su reverso tenebroso nos produce un efecto contrario igualmente poderoso. Los haters existen y proliferan porque saben que son capaces de hacernos mucho daño. Yo aún me estoy recuperando de la primera crítica negativa que recibí a través de internet (y las que me quedan por torear como un buen fajador).
Qué duda cabe que un «me gusta» o un «no me gusta» es importante para nosotros en tanto en cuanto influye en nuestra reputación. Y nuestra reputación no solo se ha convertido en la moneda social más relevante en los tiempos que corren, sino que el mundo 2.0 la ha tornado modificable de una forma más profunda y veloz que antes. Solo así se explica la existencia de herramientas como Reputation.com, que emplea técnicas proactivas y reactivas para suprimir o diluir contenido no deseado en Internet, básicamente controlando el SEO, como explican Eric Schmidt y Jared Cohen en su libro El futuro digital.
La generación del milenio o Generación Y parece más empática que la Generación X, en opinión del investigador Jeremy Rifkin en su libro La civilización empática. No solo busca alimentar el Yo, sino que sean los demás los que lo hagan. Quieren ser importantes pero solo si los demás creen que lo son.
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