En 2003, me encontraba en Madrid demandando al régimen de Chávez por crímenes de terrorismo de Estado y Lesa Humanidad. Nuestra premisa se basaba en la persecución política sistemática que estábamos sufriendo en Venezuela aquellos que no comulgábamos con la ideología que se estaba implementando totalitariamente.
Se acumulaban las estadísticas de muertos y heridos que, directa e indirectamente, eran la consecuencia de un lenguaje de odio; una rabia hecha discurso desde las más altas esferas del poder, acompañado de la patente de corso conferida a los agentes del régimen para cometer sus crímenes con impunidad.
Allí en España recibí al Wall Street Journal, que me hizo una entrevista para conocer más a fondo los delicados asuntos que estaba este periódico por revelar y que demostraban el altísimo grado de peligrosidad que representaba el régimen chavista para la seguridad del planeta (http://bit.ly/1C6Jsup).
La publicación estadounidense venía investigando los nexos del régimen con grupos extremistas islámicos, así como su activa colaboración con las actividades de los carteles de la droga colombianos, camuflados en movimientos guerrilleros. Sugería Mary Anastasia O’grady, editora para las Américas del Wall Street Jornal, que el comisionado de la CIA para asuntos Latinoamericanos, Fulton T. Armstrong, debía ser depuesto de su cargo por rehusarse a hablar en una audiencia parlamentaria sobre “tendencias políticas y económicas en el hemisferio occidental”.
El riguroso diario estadounidense afirmaba que no era momento para tomarse a la ligera “la peligrosa amenaza para la seguridad nacional de los Estados Unidos” que constituía el régimen, que lideraba en aquel entonces Hugo Chávez. Citó las acciones judiciales que estábamos impulsando en España (y que finalmente fueron remitidas por su Audiencia Nacional a la Corte Penal Internacional de la Haya), y mencionó la información que le suministré, que era parte del material probatorio que sustentaba nuestra demanda legal, que corroboraba la preocupación del Wall Street Journal sobre la poca atención que le estaba prestando la CIA a estos temas.
Durante la entrevista salieron a flote, entre otras amenazas, la nefasta influencia del Foro de Sao Paulo en la desestabilización del continente, el cómo sentaba en su Junta Directiva a connotados guerrilleros y narcotraficantes, entre ellos figuras prominentes que formaban parte del régimen chavista; también el equipamiento bélico de las fuerzas de choque, los denominados “círculos bolivarianos”; el adoctrinamiento ideológico marxista en las escuelas venezolanas, así como la presencia de guerrilla colombiana y grupos terroristas islámicos en nuestro territorio.
La lista de peligros era larga y suficiente para justificar plenamente la activación de una política internacional seria y efectiva que pusiera énfasis en la necesidad de desenmascarar al régimen chavista y ponerle fin al mismo, a través de mecanismos institucionales avalados por los estatutos jurídicos vigentes en el planeta y vinculantes extraterritorialmente.
Para aquel entonces, Estados Unidos se encontraba en el centro del infierno, ya que su guerra en el Medio Oriente estaba en su momento cumbre y las presiones que recibía por parte de la comunidad internacional eran más parecidas a una avalancha que a cualquier otra cosa.
Para oscurecer el cuadro, las cotizaciones del petróleo tenían un sostenido ascenso, la geopolítica de Eurasia, el rol de China en los mercados, la debilidad del dólar y la multiplicidad de crisis internas fueron suficientes elementos para distraer la atención del gobierno norteamericano respecto a lo que estaba gestándose en su propio continente: un feto criminal con rasgos supra hemisféricos, concebido por Fidel Castro y financiado con petrodólares venezolanos.
Aquí en Venezuela, caímos en un agujero negro que nos fue chupando como fideos con su energía devastadora. Tras los sucesos de abril 2002, el régimen intensificó la presencia cubana en todos los organismos del Estado, incluyendo principalmente el aparato de inteligencia e identificación nacional y la estructura electoral, para garantizar el monopolio absoluto de las variables necesarias para consolidar su poder y conservarlo indefinidamente.
La dinámica política fue degradándose a pasos acelerados. Desmantelada PDVSA, destruida la fuerza sindical, infiltrados los partidos y ONGS, inyectado el virus de la corrupción en las arterias del cuerpo social y económico (gracias a la lluvia de petrodólares precipitándose torrencialmente en las arcas del ejecutivo); se orquestaron fraudes sistemáticos que erosionaron la poca institucionalidad que aún sobrevivía. Se implantó una matriz de opinión deliberada, con la única idea de lavarle el cerebro a la sociedad civil, convenciéndola que las luchas políticas eran asunto exclusivo de los partidos, y que nada que tuviera peso en la vida del país podía ser de su incumbencia.
La política se hizo sinónimo de elecciones. Los asuntos de Estado se relegaron a las sombras de la nada, y los únicos temas que captaron la atención nacional fueron asuntos subalternos, todos consecuencias de una causa que se hizo anatema.
La naturaleza criminal del régimen y su esencia totalitaria no parecían importarle a quienes manejaban los hilos de la política venezolana, y aquellas denuncias hechas por el Wall Street Journal, que tan acertadamente resumían nuestras acciones legales en las cortes internacionales, simplemente pasaron sin pena ni gloria, como un soplido de viento que no despeinó la consciencia de nadie.
Y pasaron los años, doce para ser exactos, y aquí nos encontramos.
Hoy Venezuela es irreconocible. Las cifras de muertos y heridos son tan largas que cuesta tabularlas sin morir de tristeza. Somos el país más corrupto del planeta, más inseguro para la vida y para las inversiones. Nuestra moneda es de agua y la inflación la gasifica, la infraestructura es una fractura de guerra, los cerebros emigran como aves en invierno. El dinero de la droga es el cemento que levanta centros comerciales y restaurantes, robusteciendo las cotizaciones de unos bienes raíces que no se venden tan caros ni en Park Avenue. En las cárceles se hacinan los inocentes, presos sin delito; mientras en el poder están los más peligrosos delincuentes. Las calles podrían ser rojas, porque es demasiada la sangre derramada por jóvenes que han luchado por la libertad que nadie, salvo ellos y un puñado más, parece apreciar.
Dentro de este escenario dantesco, las ilusiones se debilitan por falta del sustento que les podría dar vida. Y ese sustento es la coherencia que no existe en el liderazgo nacional. Salvo excepciones, la misma nube negra que cubre todas las variables importantes que dan existencia a nuestra sociedad, tapa por completo el espectro de la política. Estamos en el momento más peligroso de todos, porque si la ilusión se desvanece, entonces lo que sigue es la resignación, y con ese espíritu apagado ningún país se levanta.
Este nueve de marzo, Estados Unidos emitió un decreto ejecutivo que rescata el sentimiento que debió despertarse aquel lejano año de 2003, cuando el Wall Street Journal hizo su grave advertencia.
La orden ejecutiva del presidente Barack Obama resume perfectamente lo que nos pasa: “declaro que la situación en Venezuela, incluida la erosión de garantías constitucionales por parte del Gobierno de Venezuela, la persecución de los oponentes políticos, el constreñimiento de la libertad de prensa, el empleo de la violencia y las violaciones y abusos de derechos humanos en respuesta a las protestas antigubernamentales, y el arresto y la detención de manifestantes antigubernamentales, así como el agravante de una corrupción pública significativa, constituye una amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y a la política externa de Estados Unidos, y yo por la presente declaro emergencia nacional para abordar esa amenaza.”
Aunque formalmente se trata de una acción puntual, dirigida a siete gánsteres del régimen, la motivación inequívoca es más trascendental y afecta la médula del problema: Venezuela está secuestrada por un régimen forajido que viola sistemáticamente los derechos humanos y constituye una amenaza no solamente para los venezolanos, sino también para la humanidad entera, incluyendo obviamente a los Estados Unidos.
Cuando una organización criminal controla el poder de una nación y se vale de las instituciones del Estado para cometer sus fechorías, los problemas de seguridad se incrementan aceleradamente en ritmos que van escalando fronteras. Y es mucho peor el problema, si ese secuestro criminal se da en un país que controla unas reservas energéticas de escala planetaria y con posición geopolítica estratégica, que ha creado vínculos con células terroristas e ideológicamente nefastas, usando su jurisdicción territorial como puente terrestre, marítimo y aéreo para la droga que destruye vidas en América y Europa.
Cuando un país sufre semejante tragedia, el calor de su destrucción evapora cualquier noción de soberanía y autodeterminación. No tiene caso siquiera considerar a dicho país como una nación soberana, ya que ningún tipo de soberanía califica cuando la voluntad libre para escoger un sistema u otro no es una variable en la ecuación que determina si el estado de cosas amerita una intervención radical.
La violación sistemática de los derechos humanos, el terrorismo de Estado que persigue y suprime la libertad de consciencia y el libre proceder; en pocas palabras, la presencia indiscutible de un sistema que atenta contra la dignidad de las personas en su esencia nuclear, es una premisa que justifica la preocupación del mundo y el accionar concreto de cualquier país que se sienta amenazado.
La acción ejecutiva de Obama con relación a Venezuela es el pago de una deuda que tenía intereses moratorios. El hecho de ser la primera potencia mundial es motivo de orgullo para Estados Unidos, pero también una gran responsabilidad para con el planeta.
El mensaje es oportuno y muy significativo. Estados Unidos se está comportando con seriedad y compromiso con las causas que realmente importan a la hora de definir el tipo de mundo que deseamos vivir, y los valores que hemos de defender para alcanzarlo.
El país norteamericano no está entrometiéndose en un asunto que no le incumbe. Por el contrario, si Estados Unidos no se pronunciase sobre lo que está ocurriendo en Venezuela, debería sentir vergüenza.
Y esa es la misma vergüenza que necesariamente debe abrogársele a todo venezolano que no se conecte con la profundidad de esta realidad. No se trata de tener injerencia foránea en asuntos de política interna de un país, esto sí debe evitarse. Aquí están en juego los valores fundamentales de la civilización mundial que afectan el equilibrio del planeta.
Venezuela está a punto de extinguirse, para darle paso a un espectro tiránico donde el hombre es más parecido a un animal que a un hombre. Y eso que nos carcome como sociedad, es un virus que se exporta, y que al entrar en contacto con cualquier país, le produce lo mismo que nos está haciendo a nosotros. Por eso no es, ni debe ser jamás, un asunto de política interna, aislado de la comunidad de naciones.
Venezuela no es el problema; es el sistema criminal que la secuestró el que debe confrontarse y erradicarse. Estados Unidos lo ha comprendido finalmente, bastante tarde a mi parecer (pero mejor tarde que nunca).
Lo insólito es que haya sido Estados Unidos y no Venezuela (nosotros venezolanos), la responsable del primer pitazo. Es francamente preocupante la reacción de la dirigencia política nacional a la acción ejecutiva de Obama. Hemos visto con consternación el cómo estas reacciones reflejan un total desprecio o desconocimiento de nuestra realidad, confirmando lo que venimos sosteniendo desde hace años: que la política en Venezuela consiste en hacer elecciones fraudulentas y punto.
La gravedad de la tragedia amerita un abordaje urgente de estos asuntos, dejando de lado cualquier otro tema subalterno.
En conclusión, se necesita para ayer la reacción sonora y contundente de la sociedad venezolana. Llegó la hora de retomar los asuntos vitales para nuestra superviviencia y llevarlos a cada uno de los diversos escenarios del país, haciéndonos -todos y cada uno de nosotros- los protagonistas de la historia.
La política es algo demasiado importante como para dejársela en exclusividad a los políticos… especialmente si es un asunto de vida o muerte.
@jcsosazpurua