El Dr. Cesare Lombroso, que ha sido llamado “el padre” de la criminología moderna, estudiaba a los delincuentes encarcelados en Turín allá por 1870.
Estaba convencido de los delincuentes estaban un escalón por debajo en la evolución, una regresión a un tipo de hombre primitivo o infrahumano.
Después de años de estudio, llegó a la conclusión de que se podía identificar a un asesino por la forma de su cara y por la longitud excesiva de sus brazos “simiescos”.
“Las orejas de un criminal”, escribió, “son a menudo de gran tamaño”.
“La nariz es frecuentemente respingada o achatada en los ladrones. En los asesinos suele ser aguileña como el pico de un ave de presa”.
Desafortunadamente, detectar a asesinos potenciales no resultó tan simple como esperaba Lombroso y sus hallazgos “científicos” pronto fueron desacreditados.
Cerebro iracundo
Pero este fue el inicio de una investigación que ha continuado por más de un siglo para averiguar si los criminales, en particular los homicidas, tienen cerebros diferentes al resto de las personas.
La invención de las técnicas de imágenes de resonancia magnética funcional en los años 80 revolucionaron el conocimiento de lo que ocurre dentro de la cabeza.
El primer estudio con escaneo cerebral de asesinos fue realizado en California por el neurocientífico británico Adrian Raine.
Raine había llegado hasta allí atraído no por sus playas sino, tal como él lo explicó, “por el gran número de individuos muy violentos y homicidas”.
En el transcurso de muchos años el científico y su equipo escanearon los cerebros de numerosos asesinos y casi todos mostraban cambios similares.
Había actividad reducida en el córtex prefrontal, el área del cerebro que controla los impulsos emocionales, y una sobreactivación de la amígdala cerebral, la zona que genera las emociones.
Por lo tanto parece que los asesinos tienen cerebros que los hacen más proclives a la ira y el enfado y a la vez menos capaces de controlarse.
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