Gonzalo Himiob Santomé: Maldad fuera de foco

Gonzalo Himiob Santomé: Maldad fuera de foco

thumbnailgonzalohimiob-Es que esos dos funcionarios están preguntando por usted.

Me habían ya bajado del avión en el que con mi flamante esposa me dirigía a mi luna de miel. No entendía muy bien qué pasaba, pues había recibido mis pases de abordaje y pasado la inmigración de Maiquetía sin problemas y la espera, antes de subirnos al avión, había sido relativamente larga, lo suficiente como para que todas estas incomodidades y cualquier duda que pudiera haber sobre mi viaje, mi destino y mis intenciones se resolvieran antes de que ya estuviera sentado esperando por el despegue.

Lo primero que me dijo el supervisor de la aerolínea fue algo sobre que yo tenía “prohibido el acceso” a Norteamérica. Eso me extrañó mucho, pues no existe ninguna razón legal para ello y no es la primera vez que viajo al norte. Algo me decía que la cosa tenía más que ver con los “dos funcionarios” que estaban “preguntando por mí”.





En esas estábamos, y la verdad es que dado el momento en el que se me informó que debía bajarme del avión, a apenas minutos del despegue, ya me había resignado y me había hecho a la idea de que mi viaje quedaría truncado. Ya me hacía saliendo de Maiquetía con mis maletas sin desempacar y buscando un taxi que nos llevara, con nuestra frustración a cuestas, a casa. Lo que más dolía en ese instante era tener que decirle a mi esposa, que me esperaba dentro del avión sin saber qué pasaba, que no nos iríamos de luna de miel. Me costó mucho tener que pedirle a la aeromoza que le informara que debería bajarse también, que aparentemente no había nada que hacer. Ella sabe con quién se casó, y está completamente al tanto de los riesgos que eso implica, pero de todos modos hay ilusiones que cuando se quiebran no pueden armarse de nuevo. Es cuestión de oportunidades que, si pasan, luego no vuelven.

En fin, me volví entonces a ver a los “dos funcionarios” que estaban “preguntando por mí” y que al parecer fueron los que comenzaron todo. Se mantenían a varios metros de distancia, jugando a que “miraban a otro lado” mientras trataban de hablarse sin mover los labios, como para que nadie “se diera cuenta”. Si no hubiera sido tan desagradable la situación, su contradictorio y cantinflérico empeño en parecer “importantes” y “malos” y en “disimular”, todo a la vez y mezclado, hubiera sido hasta cómico. Me llamó también la atención su corta estatura y el gran tamaño de sus barrigas, solo comparables en proporción con el tamaño de sus pistolas, que alguna carencia inconsciente debían estar compensando. Por un segundo, por esas trampas que la mente nos tiende en los momentos más inoportunos, me preocupó que la seguridad de nuestro principal aeropuerto internacional estuviera en manos de sujetos tan risibles y tan poco aptos como esos “dos funcionarios”, que tratando de permanecer “encubiertos”, lo que hacían era mostrarse cada vez más notorios. Cualquiera, sin ser necesariamente un atleta, huiría fácilmente de esas piernas cortas y regordetas en apenas unas zancadas, y si trataran de sacar sus armas, si es que eso les toca, amarradas como estaban a sus cinturones y presas como se las veía bajo unos cuantos, demasiados, kilos de panza, eso les tomaría más tiempo del que cualquier “choro” normal necesitaría para escapárseles, o para algo peor.

Pero estaban disfrutando su maldad desenfocada y eso no había que menospreciarlo. Me imagino que la elección del momento exacto para la gracia era parte de su show. Era una estrategia dirigida a hacerme perder el vuelo, aunque no hubiera razones para ello. Bajarme del avión cuando ya estaban por cerrar sus puertas para despegar, por las razones que fuera, era su manera “revolucionaria” de echarme una buena broma, incluso si no tenían causa justa ni motivos para retenerme.

El personal de la aerolínea, sin embargo, desconfiaba. La situación no era usual, y algo no cuadraba en los oscuros e insidiosos empeños de los funcionarios. Ya la orden de bajar mis maletas estaba dada pero antes de consumar el daño pasó algo que marcó la diferencia: Se les exigió a los “dos funcionarios” que “preguntaban por mí” que mostraran cualquier orden judicial que tuviesen contra mí, o al menos un oficio que justificase la solicitud de información que estaban formulando a la aerolínea. Eso, por supuesto, los desarmó. No tenían autorización alguna para exigir que se me bajara del avión ni tenían orden judicial que les permitiese pedir información a nadie sobre mi destino o sobre mi vuelo. Incluso se les preguntó si sobre mí pesaba una orden de captura y tuvieron que responder, tal como es, que “no tenían conocimiento de eso”. Así las cosas, no había motivo legal alguno que impidiese mi viaje.

Ese acto de simple apego a la legalidad, ese pequeño acto de valentía, reveló a los “dos funcionarios” como lo que en realidad eran. No eran agentes policiales cumpliendo legalmente su deber, no eran garantes del orden haciendo su trabajo, eran simples “sapos”, burdos “patriotas cooperantes” de esos que tanto llenan las bocas de algunos oficialistas pantalleros, que estaban ansiosos por “ganarse unos puntos” con algún revolucionario farandulero que quisiera en algún programa de TV dárselas de informado y de todopoderoso revelando a los cuatro vientos, violando la ley además y como ya lo han hecho otras veces con otros miembros del Foro Penal Venezolano, si uno viaja o no.

Si nuestros “servicios de Inteligencia” funcionan así, qué Dios nos agarre confesados. No solo por la ilegalidad evidente del desempeño, por la ineptitud patente y por la clara cobardía, de los mal disimulados “patriotas cooperantes”, que en ningún momento se atrevieron a darme la cara o a preguntarme directamente lo que querían saber, que se los habría dicho de buena gana porque no tengo nada que ocultar; sino además porque un simple paseo por Internet, una simple revisión de las redes sociales, le hubiera mostrado a quién quisiera saberlo exactamente qué había hecho, con quién estaba y a dónde me dirigía. Hasta para ser malo, digo yo, hay que tener un mínimo de neuronas en la cabeza.

Pero ese el problema de medir a los demás con vara ciega, creyendo que todos nos comportamos como lo hacen quienes no tienen la conciencia limpia. No todos andamos ocultándonos ni escondiendo lo que hacemos o lo que dejamos de hacer. Eso se lo dejamos a los delincuentes, a los que no terminan de decirle al país dónde nacieron en realidad o cuándo en verdad es que murió Chávez, y a los que están involucrados en graves actos de corrupción, de narcotráfico o de lavado de capitales. Los demás, los que no la debemos, no la tememos.

Ya en el vuelo, superado el trance, me preguntaba qué sería de mi país si en lugar de estar persiguiendo espejismos, delirios, utopías y farsas, o si en lugar de perder plata y recursos en “patriotas cooperantes” y en “sapos” incapaces y malsanos, nuestro gobierno se ocupara de cumplir con su deber y de trabajar por el bien de todos.

Otro gallo cantaría, seguramente.