Desde el aire las cataratas del Iguazú semejan a un gran agujero en medio de un río rodeado de selva. En tierra, desde pasarelas y puentes se pueden contar unas 270 cascadas de casi un centenar de metros de altura.
Las majestuosas cataratas maravillaron a los españoles cuando las vieron por primera vez en 1541. Su nombre guaraní significa “agua grande”. Se encuentran sobre el río Iguazú, en el límite entre la provincia argentina de Misiones y el estado brasileño de Paraná.
Según la leyenda indígena, fue el dios serpiente Boi el responsable de su creación, quien en un momento de furia, producto del desamor de una mujer llamada Naipu, rompió el curso de las aguas para evitar que la doncella escapase con el joven cacique Tarobá de quien se había enamorado.
La historia sostiene que el arcoíris que se refleja en las aguas son las almas de Naipu y Tarobá que se reencuentran.
Las aguas de las cataratas forman parte del mayor reservorio de agua dulce mundial, conocido como el Acuífero Guaraní, del cual Brasil posee mayor porcentaje.
El salto se encuentra en medio de una gran selva tropical que cuenta con más de 1.000 especies vegetales y varios centenares de especies animales. Ambos países proponen un recorrido por bellos escenarios que todos los años son visitados por millones de turistas de todo el mundo. Cuando avanzan por las pasarelas, reciben el impacto de las gotas de agua que caen desde todos lados. Algunos se quitan las camisas, las parejas se abrazan.
Hiromi Kanetake, una turista japonesa, resumió la sensación que produce esta experiencia: “Estoy tan emocionada que se mezclan mis lágrimas con el agua pura del río que flota en el aire, soy muy feliz que hayamos venido con mi hijo Takayuki desde tan lejos. Es una experiencia única.”
El poder de las aguas es tal, que todo el cansancio de la larga caminata para llegar ahí queda en el olvido. Las palabras se transforman en silencio. AP
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