No recuerdo la última vez que escuché sobre Octavio Paz. El 31 de este mes se cumplen 80 años de su nacimiento, y pienso que su obra poética ha sido conversada muy poco en Venezuela. Si por el camino de la mentira podemos llegar a la autenticidad, un exceso de sinceridad puede conducirnos a formas refinadas de la mentira. Leer su obra es un acto de desorden intelectual, sin ninguna rigurosidad académica sobre temas específicos, pero con una mirada extática, una apertura imaginativa a todo lo que nos rodea; leer sus poemas, revisar sus impresiones políticas, cultivar su pensamiento en torno a los latinoamericanos, significa cuestionar, una y otra vez, al individuo. Siendo un defensor global del individualismo es precisamente un crítico incansable de las potencialidades del propio individuo.
Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad. Sus letras, la interrogación a su realidad, nos muestran la batalla interna que libramos todos los días; es un experimento de todo lo que sentimos, donde la certidumbre no es más que una aspiración utópica. Don Octavio se retracta de su apellido, la paz es contraria a la duda que nos invita a estudiar.
Con ella (la mentira) no pretendemos nada más engañar a los demás, sino a nosotros mismos. De ahí su fertilidad y lo que distingue a nuestras mentiras de las groseras invenciones de otros pueblos. La mentira es un juego trágico, en el que arriesgamos parte de nuestro ser. Por eso es estéril su denuncia. Para Venezuela, voltear a la crítica de México realizada por nuestro escritor es verse en el espejo del populismo, la barbarie y las ansias de más y mejor cultura. No es menos importante lo que hacemos, la vigencia de los pensamientos, de las letras y los hallazgos de Octavio Paz son fundamentales para entendernos. Nos sentamos a leer el Laberinto de la Soledad, Posdata o El Ogro Filantrópico porque nos responde al mismo ritmo que lo hiciere un venezolano insigne con su Del Buen Salvaje al Buen Revolucionario. Y es que pensar en la trayectoria de un Carlos Rangel para Venezuela es pensar en el legado de Octavio Paz para México. Palabra a palabra, se trata de un viaje al propósito del escritor frente al poder. Esto último es lo que debatimos y discutimos con más afán en el siglo XXI. El poder, entendido en la forma en que lo abordaron estos escritores, no es más que una denuncia con etiqueta de urgente de lo que ya hoy vivimos: la decadencia profunda de la forma republicana de captar el poder, la trivialización de las inquietudes culturales, la perversión de las relaciones humanas en un colectivismo totalizante y totalizado, la matanza colectiva no es sino el fruto de la colectivización de la vida, en fin, la negación (en algunos aspectos, irreversible) de toda forma noble de cultura.
En el océano de las actividades humanas, la política carga con el peso de estas desavenencias; es propiamente el poder político el que no da por terminado su sed de destrucción de las más primitivas instituciones sociales. Los liderazgos latinoamericanos han sobrepasado – en desarticulación y espejismos – las advertencias que Don Octavio ya apuntaba a finales del siglo pasado.
Nuestra ficticia vida política sería incompleta si no tuviéramos una libertad de prensa igualmente ficticia. Cabría preguntarse, como bien lo hizo nuestro escritor en junio de 1976 en su Libertad como ficción, ¿por cuánto tiempo?, es decir, ¿cuánto más podríamos soportar en una situación de tal gravedad para nuestras generaciones futuras? Aquí habla la preocupación visceral e instintiva de quien se ha adueñado del desespero. Sin embargo, vamos a detenernos junto a Apolo, con más Razón, y adentrarnos en un viaje breve de ideas necesarias para concretar el necesario pensar que tanto nos hace falta. Es más un detenernos para observarnos que un simple detenernos para decidir. Comencemos la crónica de una idea, de un pensamiento que se establece y luego se profundiza, en compañía de las letras de Don Octavio en negritas y cursiva.
El detenernos es probablemente una parte importante de las estrategias que superaron las grandes dificultades históricas de los pueblos. A esto han dedicado una inmensa cantidad de tiempo los escritores que han apostado a la recuperación de la cultura. Es una lección no aprendida de quienes quieren cambiar su entorno. (…) El segundo principio es más bien de higiene moral: es indispensable distinguir de una vez por todas entre artistas e ideólogos. Nos curamos en salud cuando llenamos nuestros espacios de escritores que apuestan más al arte que al simple panfleteo de la mariposa adoctrinadora.
Si el Estado quiere de veras fomentar la libre creación literaria y artística, debe dirigirse a los escritores y artistas, no a los que hablan en nombre de ellos, casi siempre sin derecho y sin autoridad. Pareciese contradictorio e ilógico que exijamos escritores que apuesten por la cultura; claro está que la creación literaria está íntimamente ligada a fomentar la cultura. Pero si prestamos atención al tráfico de ideas que se difunden por los medios, por revistas y periódicos, por redes y tribunas, podremos percatarnos que los intelectuales de nuestro tiempo han negado una postura incólume. No es casualidad que cada vez se lee menos a los medios, entre nuestros compañeros, atiborrados de sensacionalismo y drama político. Al contrario, escribir se ha traducido en invitar a votar por un bando u otro, en convencer sobre lo indefendible, en definitiva, en ponerse del lado del poder y legitimar sus atrocidades. En nuestros días, Venezuela es víctima de una panfletización tal de lo que se difunde que las propuestas editoriales en las estanterías son más un folleto que una interpretación o aporte sobre nuestras realidades.
La palabra del escritor tiene fuerza porque brota de una situación de no-fuerza. Es, en último término, la confusión absoluta entre la línea que divide a la acción política de la escritura. La literatura comienza cuando alguien se pregunta ¿quién habla en mí cuando hablo? El poeta y el novelista proyectan esa duda sobre el lenguaje y por eso la creación literaria es simultáneamente crítica del lenguaje y crítica de la misma literatura. Mientras el escritor nos muestra un mundo de posibilidades sobre nuestra propia realidad, el político es un elemento de dicha realidad, con interés de cambiarla y transformarla según sea su posición ideológica, pero nunca la interpreta de la forma en que el escritor aborda sus preocupaciones. Atravesar los hechos históricos, aquellos que marcaron los momentos de nuestro devenir, es una actividad que toma el escritor como interpretador a su propia batalla existencial; la realidad no es más que un instrumento para el político. El poder se manifiesta en formas, en intereses, a los cuales el lenguaje del escritor no puede comprometerse a considerar. Y reside allí, en esa lealtad consigo mismo, la forma artística más idónea para evitar poner la literatura y las artes al servicio del poder. Es, sin duda alguna, la mejor manera de reivindicar el propio poder; saber que existen pensadores en otra acera, capaces de nutrir el debate y los pensamientos que conllevan a salidas de la crisis. La literatura política en que está inmersa la intelectualidad venezolana pone las letras al servicio de un sistema por demás autoritario, pero que, sin lugar a dudas, someten al arte mismo. Y al hacer esto, se someten ellos mismos, se convierten en instrumentos del poder.
El escritor dibuja con sus palabras una falla, una fisura. Y descubre en el rostro del Presidente, el César, el Dirigente Amado, y el Padre del Pueblo la misma falla, la misma fisura. La literatura desnuda a los jefes de su poder y así los humaniza. Es de advertir que el escritor, una vez que responde a su anhelo individual, naturaliza el poder de una forma en que apunta a las causas y no las consecuencias; he allí la principal de mis preocupaciones en torno a los escritores venezolanos posteriores a figuras de la literatura latinoamericana como Octavio Paz: se está escribiendo sobre las consecuencias y no las causas que han determinado nuestro presente. Mirarnos es, realmente, entendernos. Cuando afirmamos que el problema es cultural, y no político, estamos evidenciando que Venezuela merece una discusión transversal, escritores y narradores que nos vean desde diversos puntos de vista, con total Libertad. La libertad de prensa o de pensamiento, no como derecho, sino como práctica de toda civilización coherente, merece de una periferia angosta de pensadores que rodeen al poder y lo limiten en su carácter. Y es que mientras el poder político esté más alejado de la cultura, mayor espacio hay para que participe el pensar libremente. La etiqueta de librepensador, aquello que tanto combate el colectivismo, es quizás el presupuesto a la verdadera ciudadanía, ésta entendida en su contexto griego de polis.
La historia tiene la realidad atroz de una pesadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberarnos, así sea por un instante, de la realidad disforme por medio de la creación. Nuestro escritor ha diferenciado satisfactoriamente las dos actividades en las cuales oscila nuestro argumento. Mas esta diferencia, con la cual hoy nos toca empezar a profundizar, nos compromete a respondernos varias preguntas: ¿es que acaso el político no debería escribir también? ¿no son los políticos, también desde su propia posición, figuras que pueden difundir diversos pensamientos? He aquí nuestro principal presupuesto para el político del siglo XXI. Don Octavio ha denunciado, en concordancia con un clamor intelectual de su tiempo, una línea divisoria que ha minado las bases de la propia cultura. Sin embargo, estamos en la obligación de diferenciar la escritura como acción política de la escritura como complemento o consecuencia de la acción política misma.
El sentimiento de soledad, por otra parte, no es una ilusión – como a veces lo es el de inferioridad – sino la expresión de un hecho real: somos, de verdad, distintos. Y, de verdad, estamos solos. Escribir para interpretar y comunicarse, escribir para entenderse, escribir para juntarnos, escribir para debatir, que esos sean los intereses del político para dedicarse a la creación literaria, es muy distinto a escribir para simular una protesta o escribir para no manifestarnos en las calles contra el régimen. Puede ser, incluso, legítimo escribir porque no podemos expresar con palabras hablabas el nivel de complejidad de nuestra crisis. Sin embargo, el político del siglo XXI no se justifica en la escritura; esto no le abre el campo del sistema político, ni mucho menos lo compromete más con sus representados. Es, precisamente, todo lo contrario. Es la acción política, aquello que hemos decidido defender en el terreno de lo político, lo que nos impulsa a expresarnos, a interpretarnos como grupo. Tal vez suene paradójico frente a lo que denunciaba nuestro escritor. Para algunos, sonará hasta contradictorio. Si partimos del hecho de que los límites de nuestro tiempo no pueden separar a la figura política del pensamiento, debemos reconsiderar la escritura como una herramienta donde el político, al igual que el escritor, se sienta con total independencia y pretende conseguirse en sus propias luchas políticas. Tanto el escritor como el político dedican las letras a un público que puede dar respuestas; por el contrario, cuando se escribe con ánimo propagandístico, responder o cuestionar es considerado una herejía.
Si la ideología marxista cumple entre muchos intelectuales de Occidente y de América Latina la doble función religiosa de expresar la miseria de nuestro mundo y de protestar contra esa miseria, ¿cómo desintoxicarlos? Marx mismo nos enseñó la vía: mediante un examen de conciencia filosófica. Los intelectuales marxistas deberían seguir el consejo del fundador y proponerse como tarea inmediata un examen de conciencia, es decir, una crítica al marxismo como ideología. Al disentir con lo expresado por nuestro escritor estaríamos negando la importancia de ambas funciones para vida en sociedad. Se trata, entonces, de entender la profundidad de ambas actividades para la cultura noble que merece la sociedad del siglo XXI. En contrario, podríamos discutir la propuesta de los escritores que, mediante su creación literaria, han decidido apostar por la batalla política. Esto, de ninguna forma, va en contra de lo que hemos profundizado con nuestro argumento: el escritor, una vez que decide sumergirse en la acción política, ya pone de lado su literatura para actuar con intereses, mecanismos y propuestas distintas a la creación literaria. La historia de nuestro país ha demostrado que estas dos tareas logran armonizarse en un individuo cuando pertinentemente se alcanza la alta cultura, al mismo tiempo que se documenta sobre lo implementado. Un venezolano que aún no conozca el carácter con que logró esto Don Andrés Bello, quizás es un venezolano incompleto.
Recordemos cómo la fascinación ante la muerte, no es tanto un rasgo de madurez o de vejez como de juventud. Hay, entonces, un rasgo distintivo de Octavio Paz que pretende perpetuarse para el desarrollo intelectual de los latinoamericanos: escribir es a la política, como mercadear es al libro. Parece una conclusión relevante pensar que 80 años del nacimiento de Octavio Paz no es nada en comparación con los años de lucidez y contribución de pensadores como él. El inicio de la cultura está, precisamente, en la fascinación de nuestros pensadores por la Libertad, y la brillantez de nuestros políticos al escribir.
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(*) Los extractos de la obra de Octavio Paz que están presentes a lo largo de este texto corresponden a las obras El Laberinto de la Soledad, Postdata, Vuelta a El Laberinto de la Soledad y El Ogro Filantrópico.