Por estos días, visité Choroní. La verdad, hacía bastante que no iba. Sin embargo, todo, en apariencia, permanece similar a como la vi la última vez. A Puerto Colombia se llega como siempre: la misma travesía por la carretera estrecha y sinuosa, transitada por autobuses conducidos por choferes impacientes que gozan pisando el acelerador; todo en medio de un paisaje privilegiado y fresco, cortesía del parque Henry Pittier.
Sigue igual Choroní. Hay quienes dicen, especialmente los lugareños, que salvo el aumento de “rateritos” o de la delincuencia “roba cámaras y bolsos” –principalmente, en temporada alta- todavía viven tranquilos, aunque se nota que han reforzado e implantado algunas medidas de seguridad. Las posadas, que las hay para todos los gustos y bolsillos, en su mayoría, se esmeran por lucir sus fachadas arregladitas, casi todas casonas coloniales que mantienen sus puertas abiertas para que las miradas de los curiosos se desvíen y queden atrapadas en esos patios grandes transformados en restaurantes o piscinas.
Hay incluso una línea de mototaxis –no se salvaron de eso, lamentablemente- y mucho barullo a la hora de abordar los peñeros que conducen a Cepe, Valle Seco, Uricao, Tunja o Chuao: parece un mercado persa, lleno de lancheros ofreciendo los viajes y las tarifas –que, como era de esperar, sufrieron un considerable aumento. No faltan las advertencias de no aceptar cualquier traslado; preferiblemente, sugieren, escoger a alguien que sea recomendado o en caso de escoger a un desconocido, no pagarle completo sino la mitad del viaje “porque a más de un turista han dejado botado”. Pero, también está la opción de quedarse en Playa Grande, la playa de la zona, a la que se llega caminando. Un tanto abarrotada, como es de esperar en las temporadas altas, con su público variopinto, empeñado en disfrutar del sol y del mar a como dé lugar. Los restaurantes de la entrada los tumbaron para, supuestamente mejorar la zona: allí permanecen los escombros, como recuerdo de una nueva promesa incumplida. Como la promesa de la construcción del mejor stadium de la región, que hoy sigue luciendo cara de abandono y desidia y donde, supongo, se siguen jugando solo caimaneras ocasionales.
Disfruté el reencuentro con la gente que ama la región. La que apostó a Choroní y lucha por verla prosperar. Los que se sienten orgullosos de vivir en el lugar que produce el mejor cacao del mundo y lo ofrecen conscientes de que en Europa, los chocolateros, colocan en sus etiquetas a “Chuao-Estado Aragua-Vzla” como certificado de origen y calidad. Los que mantienen sus posadas impecables y hacen mil maromas para seguir ofreciéndoles a los huéspedes el relax y el descanso que van buscando. Los que intentan incorporar más confort e incluso wi fi; los restaurantes que batallan por elevar a nivel gourmet sus platos y los que ofrecen el sabroso pescado frito con los tostones de rigor; pero, en medio de la escasez de personal que se ausenta cuando más se le requiere; así como una que otra tiendita artesanal, algunas con cara de negocio bien establecido u otras como improvisados tarantines frente a las casas, en los que es posible encontrar desde champú Dove hasta lavaplatos Axion. Todo en Puerto Colombia es así: fácil de ver y recorrer, en una caminata sin prisas ni sobresaltos, como solo se puede hacer en esos poblados pequeños, en donde todo permanece como siempre.
Como buen pueblo chiquitico, los cuentos, a veces, son de infierno grande. Disfruté mucho conversar con quien bauticé la Doña Bárbara de Choroní: una mujer sorprendente, impetuosa, sin miedo, cargada de pasión por la zona, que quedó atrapada por el esplendor del lugar al que se dedicó de manera altruista y filantrópica, y que más en más de una ocasión, le ha dado sus desencantos. Sus historias son tan costumbristas como el nombre del lugar al que los chorinenses bautizaron El Edén de la Salchicha, algo así como réplica de la calle del hambre de Caracas o Margarita. Van desde luchas épicas contra los malandros de la zona o su iniciativa de organizar a los posaderos, levantar un censo, recoger datos y crear un registro que terminó llamando la atención de la Universidad Simón Bolívar; pero, que quedó allí, sin que con esa valiosa información se pudiese hacer mucho más.
El pueblo, en general, en nada ha cambiado. En nada se diferencia de ser gobernados por la cuarta o por la interminable quinta república, porque el chavismo no ha significado ninguna diferencia. Los políticos de turno siguen haciendo las promesas típicas de los períodos electorales, van se toman las fotos y se olvidan de ellos una vez que logran el cargo. Choroní no escapa de la realidad que padecen otros pueblos costeros: la basura, la vialidad, la falta de agua. Las mismas dolencias sin respuesta ni solución. De hecho, El Chivo, un lanchero baqueano y educado, nos mostró en el trayecto de retorno de Uricao a la Boca, el cableado que desmanteló el gobierno -con el que se surtían de electricidad cuando ocurría alguna falla- con la promesa de un proyecto que haría que los apagones fueran cosas del pasado. Hoy siguen con las fallas eléctricas y ya no pueden auxiliarse con esa fase que venía de Cuyagua porque los postes quedaron allí como reliquias a merced del salitre y la desidia.
Nuestro país tiene tanto que ofrecer. Tiene regiones tan hermosas, con tanto potencial turístico, con bellezas naturales únicas, con las que podríamos generar excelente fuentes de ingresos…sólo debemos luchar contra la ambición de los gobernantes.
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