La “voz de los sin voz”, monseñor Óscar Arnulfo Romero (1917-1980), llega a los altares tras un largo proceso promovido desde 1990, diez años después de su asesinato en plena misa en su natal El Salvador.
El “martirio” de Romero fue reconocido en febrero pasado por el papa Francisco a través de un decreto que estableció que el arzobispo de San Salvador fue asesinado por “odio a la fe”, por lo que será beatificado en un acto al que se espera la asistencia de cerca de 300.000 personas.
“San Romero de América”, como le llaman los salvadoreños, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 por un comando paramilitar mientras oficiaba misa en la capilla del hospital oncológico Divina Providencia de San Salvador.
El arzobispo nació en el seno de una familia humilde en Ciudad Barrios el 15 de agosto de 1917, y desde temprano sintió la vocación religiosa. Se caracterizó por su profunda devoción, su defensa de los pobres y su denuncia contra un régimen que violaba sistemáticamente los Derechos Humanos reprimiendo ilegalmente los movimientos de protesta en los años 70, en tiempos de agudización de la violencia que iban preparando el terreno a la guerra civil de El Salvador (1980-1992) durante la cual fueron asesinadas o desaparecidas unas 75.000 personas.
El asesinato el 12 de marzo de 1977 de su amigo Rutilio Grande, un sacerdote promotor de comunidades cristianas de base, fue un punto de inflexión en la vida de Romero, que a partir de ese momento se convierte en un implacable defensor de los Derechos Humanos.
La muerte de Grande ocurrió seis días después de haber sido elegido Romero vicepresidente de la Conferencia Episcopal de El Salvador.
“Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”, “que mi sangre sea la semilla de libertad y la señal de la esperanza”, “les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”, son algunas de las frases más recordadas del mártir salvadoreño.
Romero fue ordenado sacerdote el 4 de abril de 1942, después de completar su formación teológica en la Universidad Gregoriana de Roma y de haber pasado por el seminario jesuita de San José de la Montaña.
De regreso a El Salvador en 1943, fue destinado a la parroquia de Anamorós, en el departamento de La Unión, y poco después, a la ciudad de San Miguel como párroco de la catedral y secretario del obispo.
En 1968 fue elegido secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y ocupó el mismo cargo en el Secretariado Episcopal de América Central.
El 21 de abril de 1970, fue nombrado por Pablo VI obispo auxiliar de San Salvador y recibió la consagración episcopal el 21 de junio.
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