Nunca imaginé que aquél hermoso recinto de paredes espejadas, que separaban elegantemente la tina, de los lavabos – “detalle” que me hiciera decidir la compra del Penthouse – terminaría produciéndome ésta sensación de inexplicable desasosiego.
Conectar mi rostro, con su reflejo, se fue haciendo cada vez más esporádico para mis hábitos diarios. Logré hacerme experto en el “arte” de escabullir los ángulos visuales, que parecían tener la mala costumbre de quererme confrontar.
No sé lo que sucedió aquella mañana. Ni si se debió, o no, a la noticia que en aquél momento leí en mi computador en algún diario digital -“Un nuevo estudiante ha muerto en protesta”-
Teniendo especial cuidado en no abrir el enlace, repasé su titular solo con el rabillo del ojo y luego cerré rápidamente la tapa de la portátil y me levanté de la silla. No sin antes beber el último sorbo del acostumbrado café mañanero que yacía helado en la taza.
Subí taciturno por las escaleras observando a mí alrededor, tratando de encontrar, o descubrir el arte en cada una de las obras que pendían de las paredes de “mi dulce hogar”. Haciendo memoria del costo y esfuerzo empleado para adquirir cada una de ellas.
Cuestionando si había valido, o no, la pena. Preguntándome si aquella colección de esculturas que exhibían orgullosamente los nichos, había sido comprada para satisfacer mi gusto visual, o si en realidad lo que albergaba cada “hueco”, sería un pedazo de mi propio ego.
Subía los últimos escalones y se hizo inevitable que recordara mis años mozos en la Academia Militar. Aquellos años en los que mi única colección- a la que solía darle mucho más valor del que en realidad poseía- consistía en un cuaderno “Caribe” repleto de monedas, escudos y banderines de todos los países. Adheridos groseramente con “cola”, en las frágiles y raídas páginas de aquél cartapacio, que a su vez cumplía funciones de “calculadora”. Ya que usualmente comprobaba en la contraportada, la antipática tabla de multiplicar del nueve ¡que nunca pude recordar!
De pronto sentí que se me doblaban las rodillas, me senté con la ayuda de la elegante baranda que adornaba la escalera caracoleada… una humanidad de casi dos metros se desplomaba en aquél momento.
Esperé en el escalón un par de minutos para recuperar la compostura que me arrebató el recuerdo. Me dirigí al lavabo, ese en el que rasuraba la barba cada mañana, ya sin siquiera mirarme…
– ¡Saque el pecho, General! – Me dijo una voz ronca y fuerte que sonaba como la mía. Levanté la barbilla al nivel de mi acostumbrada altivez y con paso decidido y firme me paré frente al espejo como quien se enfrenta al enemigo.
– ¡Ordene!- le dije a aquél hombre cincuentón de cabello cano y mirada de juez inquisidor-
– ¡Ordene!- insistí.
Pero no obtuve respuesta y eso hizo que me invadiera el alivio de saber que no había perdido la cordura. Solo hubo una mirada fija que parecía buscar penetrar más en mi razones, que en mis ojos.
– ¿Qué culpa puedo tener yo de eso?- dije en tono retador-
– ¿Tú también crees que no me duelen esos muchachos, verdad? -indagué, mientras apuntaba de manera amenazante con el dedo indice a mi propio reflejo-
Fue en ese instante que descubrí la razón por la que temía y huía de aquél recinto tapiado de espejos.
De pronto todos se “encendieron” a la vez, convirtiéndose cada uno de ellos en un monitor de imágenes y vídeos dantescos. Esas imágenes, que ya había vivido antes, esos vídeos que habían escenificado la terrible realidad que es hoy en día Venezuela. Esos horrores que silencié y siendo General…¡nada hice!
Ante cada imagen me detuve en un silencio ceremonial. Ante cada una visualicé a mi propio hijo.Ante cada una arrodillé mi culpa. Ante cada una exclamé: soy General … ! y nada hice !
No hubo una sola lágrima, no lo permití. Hubo tanto coraje, nobleza y dignidad en cada uno de esos jóvenes, que debí tragarlas para no abofetear sus heroicas almas.
Fue en aquél momento de confesiones y de anhelos cuando quise amontonar toda la colección de lienzos por los que callé, todos los “Trompiz” por los que me hice cómplice, y regresarlos a su propia nada, a su inexistencia afectiva. Fue aquella hora en la que descubrí que ¡Todos juntos no valían UNA SOLA de las monedas de cinco centavos, de mi maltrecho cuaderno de la Academia Militar!
Fue ese día y esa hora, en la que por las mismas razones por las que nunca “hice nada”, es que el título de estas lineas pudo comenzar con “soy”… y no con “fui”.