Caracas, la cumpleañera. Caracas, mi casa grande. ¡Nuestra casa grande! Soy un caraqueño nato, aferrado a mi país y a mi ciudad. Ni siquiera las circunstancias más adversas me han hecho pensar en abandonarla. Esa relación extraña entre Caracas y mi soledad de la que no quiero liberarme. Durante un tiempo, en el programa de radio, afectado por el estado deplorable y descuidado que lucía, me dio por hacer una campaña y repetir, una y otra vez, la importancia de que la cuidáramos como quien atiende su casa. “Caracas, nuestra casa grande”: con esta frase pretendía sensibilizar a quienes con el mayor desparpajo del mundo, la ensucian, la atropellan, la descuidan, la agreden, sin importarles que es el lugar donde vivimos. Santiago de León de Caracas se hace añeja y envejece sin gracia. Y aun así, esa Caracas rota, sin dientes, todavía me sonríe.
Caracas, mujer vejada por sus maridos maltratadores, que la atiborran de problemas casi en la misma proporción de años que cumple de fundada. Una ciudad que deja con la boca abierta a quienes la visitan por primera vez por dos razones contrastantes: su hermosura y su violencia. Con su cerro Ávila, que a veces me impide respirar. Cerro imponente y majestuoso que nos abraza sin distingos. Una ciudad donde todavía es fácil ver guacamayas azules surcando el cielo. Una ciudad sumisa y feroz. Un infierno del que el caraqueño jamás se muda.
En Caracas, cada mañana es como la última vez. Un regalo de sobresaltos y embelesamientos de una dama que rechista ante la indolencia de quienes la habitan. Por eso, se encabrita. Para despertarnos del letargo que nos hace indolentes. Para ver si en algún momento, nosotros, que somos sus hijos, sus amantes y sus torturados, reaccionamos. Y la ponemos en el lugar donde debería estar. Le devolvemos los atributos que la hicieron en alguna época “la sucursal del cielo”.
Un rostro tan arrugado y marchito, como el que hoy muestra nuestra ciudad, no se justifica. Apenas cumple 448 años. Y eso no es mucho, si lo comparamos con los muchos que cargan a cuestas las vetustas ciudades del viejo continente. Esas señoras europeas que han sabido engalanarse y despertar en sus habitantes admiración y pasión. Como la del amante, complaciente y enamorado, rendido ante la belleza de su amada y dispuesto a dar todo por ella. La nuestra, la Caracas malquerida, hoy quiere deshacerse de los harapos con los que la hemos adornado. Y arrancar de sus calles ese olor a rancio que la perfuma. Porque Caracas huele mal. Huele a herrumbres y a basura arrojados sin pudor y dejadez en las esquinas.
Somos muchos a quienes nos duele. Pero, son muchos más los que la ignoran. Y nada se logra. Avances y retrocesos de una danza que solo perjudica a Caracas. Que la hace inhabitable.
Alocada. Desquiciada. Que la hace ruidosa y escandalosa. Desbordada en atributos y defectos. Una ciudad que nos hace adictos a su ritmo y que nos enseña a tomar precauciones. Una ciudad donde los niños no necesitan dirección. Pero, donde las calles ya no son los escenarios de sus juegos.
Una urbe de aire contaminado que El Ávila se afana en purificar. Ciudad descuidada que nos imponemos ver con ojos de cariño. Con su río innavegable, que arrastra en su trayecto las miserias que le arrojan. Una capital que atrae al buscador de nuevas fortunas. ¿Qué deseas que te regalemos? ¿Acaso conciencia ciudadana? Muchos a quienes les hice esta pregunta me respondieron que nuevos mandatarios. Otros, mejores ciudadanos. Otros, calles limpias de malandros y de basura. Hubo quien sugirió jardines cuidados o plazas donde sentarse a cualquier hora, sin miedo, a contemplar la vida. ¿Ves? Sólo quieren cosas buenas para ti. Al final, todos compartimos y nos identificamos con el mismo sentimiento: somos caraqueños que queremos ponernos en sintonía con tus exigencias. Y a pesar de todo, esa Caracas sin nomenclaturas sigue vistiéndose de autenticidad.
Yo, por mi parte, quiero que en la Caracas de mi futuro, todo no sea suficiente.