Recién despierto, miro la prensa en la internet. Lo primero que leo es una nota sobre el azar que ahora, por la noche, no encuentro. Pero pienso en mi profesor de matemáticas, de tercer año, que decía que el azar no existía, pero sí la ignorancia. No alcanzó el viejo Calatayud —así se llamaba? a enterarse de que el azar sí existe y hasta puede cuantificarse, según el Instituto de Ciencias Fotónicas de Castelldefels. En verdad no importa lo que diga esa gente porque siempre andan cambiando de opinión. Y yo tengo una fe enorme en el azar, en la casualidad y en Auster. ¿Si no cómo explico que esta mañana me llamara el señor Luis Perozo, de la oficina de cultura de la alcaldía, para invitarme a comer con el poeta Leandro Calle que iba llegando de la Argentina? Digo que es una casualidad absoluta porque esa mañana acaba de publicar un artículo donde mencionaba a la señora Samanta Schweblin, escritora argentina que me había empujado a escribir la columna de ese día, precisamente, sobre una afirmación que ella nunca hizo, pero que yo había creído que sí por andar leyendo de carreras. Y que Leandro Calle conociera bien a doña Schweblin iba siendo el colmo de esa comida tan austeriana. Y esa noche, ya en mi cuarto de los libros, cansado de buscar la nota sobre el azar, reviso la bandeja del correo y abro uno de mi amiga Adriana Morán, que vive en Buenos Aires, haciéndome saber que después de leer mi artículo de equívocos argentinos, se ha tomado la molestia de enviarme un libro de Samanta Schweblin para que la lea, de una vez por todas, y acabé así con el malentendido que tanta gracia le ha causado.
II
Recuerdo una frase de Piglia sobre lo terribles que son los finales de julio. Y la llamada del señor Perozo venía cargada de esa terribilidad del séptimo mes. Casi rechazo la invitación a comer, sino se apresura este a decir que el poeta, Leandro Calle, era de Córdoba. Era el día de la argentinidad en mi cabeza. Y acepté en contra de mi voluntad. Y antes de salir de casa, pensé en Mercedes Araujo, otra escritora argentina, por cierto, y en el arranque de su novela La hija de la Cabra: «El sol subió y el viento arrastró animales». La autora se refiere al desierto del norte mendocino, pero que siento como si estuviera hablando del vapor lacustre de Maracaibo de estos finales de julio. Caminé, pues, hasta la fuente de soda Irama —sitio acordado— sobreponiéndome a los vahos volcánicos del mediodía y aprovechándolos, de paso, para cierta terapia respiratoria.
III
La comida fue amena. El poeta Calle se llevó, en su maleta argentina, a varios de nuestros poetas secretos: José Francisco Ortiz, César David Rincón, Hesnor Rivera. A cambio me obsequió su traducción de El horla y me autografió su libro, Pasar, un poemario que recién edita el señor Perozo en su editorial alterna. Luego nos despedimos. Él salió a fumar y yo anduve hasta la panadería de mi amiga Hilda. Pedí un café negro y me puse a leer el primero de los poemas de Pasar: «¿A qué sonaban los cascos que traían la muerte / en caballos azules maquillados de tiempo?» Me aterro ante esos versos argentinos porque son casi las mismas líneas que digo en el capítulo inicial de El fantasma de la Caballero que, por ese azar de los elementos, la materia o lo que sea, pero ya bien medido por los físicos de Castelldefels, he descubierto hasta con cierta alegría, que El fantasma… es una novela muy argentina. Y de pronto —acabado el café—, caigo en la cuenta de que ni el poeta cordobés ni yo hemos tenido la consideración, y el respeto debido, de recordar a Borges en toda nuestra conversación de sobremesa. Pienso en volver a la Irama para reiniciar la tertulia y corregir el grave desliz, pero supongo que el poeta Calle ya no estaría por todo eso. Habría sido demasiada casualidad.
@EldoctorNo