A veces la circunstancia se empecina hasta imponerse. No se quiere pero debe hacerse tal o cual cosa. Es el sino, la disyuntiva consecuente. Y en Venezuela, por estos días, hay cientos de ejemplos, según lo reseña correodelcaroni.com
Basta ver la necesidad de sus habitantes para saberlo y, si es posible, entenderlo. Porque esa disyuntiva se plantea concretamente en el hecho de comer o no. Y si se come, ¿a qué costo es? Porque no hay comida que resulte barata: la regulada cuesta un día de cola, sol, lluvia o cualquier arrebato temperamental de la naturaleza. Y la otra, bueno, es literalmente la más cara.
Ante ello el ingenio se impone. O debe imponerse. Cada quien busca la alternativa menos mala: el que pide un día de trabajo para comprar en las redes gubernamentales; el que acude al bachaquero, cueste lo que cueste, y el que se endeuda porque el salario se le escurre entre la inflación. Ellos hablan y se miran como cómplices en la realidad. Pues todos están en lo mismo: sobreviviendo a la crisis.
1. Acudir al “bachaquero”: no es la primera opción para muchos. No es precisamente la más económica, pero para quienes no pueden pasar más de 12 horas en una cola, bien por trabajo o demás ocupaciones, se convierte en el único paliativo cuando la necesidad arrecia y se tienen los bolívares.
La distorsión económica que vive Venezuela, y la tendencia natural de las sociedades a la autorregulación, otorga al bachaquero una suerte de protagonismo, mantenido especialmente por las clases media y alta, capaces de costar los altos precios de los acumuladores de mercancía. Sin embargo, quienes deben subsistir con un salario mínimo precarizado por la inflación, la única opción es soportar los embates de la cola.
Abdel Salazar. “Yo compro las cosas con suerte y el bachaqueo. Con los pañales de mi hija, todos los que he conseguido son por bachaqueo. Me cuestan dependiendo del bulto y de la talla. La mayoría de los bultos están en 4 mil 500 o 5 mil. En cambio la leche no consigo ni en bachaqueros ni en nada. Con el resto de la comida sí es puro bachaqueo. No he hecho cola porque del trabajo no me dan permiso, y a mi esposa tampoco porque estudia y trabaja”.
2. Hacer la cola… mientras se pueda: la vorágine de la rutina devora el tiempo sin piedad, pero de vez en cuando, en esas intermitencias de respiro que permite la cotidianidad venezolana, por qué no, valdría la pena arriesgar un poco de tiempo en una cola para ahorrar un poco y estirar la quincena.
Hacer la cola, para muchos, es posible, pero no todo el tiempo. Hacerse con un producto escaso a precio justo es una cruzada que puede requerir hasta más de 24 horas; todo ello sin certeza alguna de que al llegar al anaquel todavía quede algo de existencia.
Miguel Ferrer. “Se hace la cola mientras se pueda, y cuando no se pueda hay que comprar a los bachaqueros. Los bachaqueros no son una solución, pero es una ayudita. Tú vas a agarrar un numerito en las colas y tienes el 400. Cuando sales, ves al bachaquero y te toca comprarlo. Con ellos he comprado harina, detergente… lo más elemental. Pero no todo el tiempo le compramos. No hago la cola porque los días en que estoy libre no son los de mi cédula, no coinciden. Si el sábado a mediodía hay cola, aprovecho y me meto a ver qué hay”.
3. Préstame y te pago: la incertidumbre de conseguir el producto al final de la cola es tan cierta como la de conocer el momento en que llegará tal o cual rubro a algún establecimiento. Por eso terminar el mercado en Venezuela pasa por peripecias que van desde perseguir un camión hasta enterarse, casi como por arte de magia, que “apareció” cierto comestible en cierto expendio, lo que obliga a muchos venezolanos a disponer de una cantidad de efectivo a la mano para comprar lo que haya cuando lo haya. Eso implica, en muchos casos, pedir prestado casi de manera sorpresiva a algún allegado. Luego arreglarán cuentas.
Octavia Astudillo. “Para comer y alimentar a los muchachos, uno tiene que someterse en todas partes. La leche la compras en los bachaqueros. Lo otro es que tengo que estar ‘préstame, préstame, préstame y cuando tenga, te pago’: tengo que estar pidiendo prestado para comprarle a los bachaqueros. La última vez que compré fue pañales, en tres mil bolívares el paquete. Tendré que robar yo también para comprar el bulto. Hay que estar en esto caminando. Todos los días tengo que buscar permiso en el trabajo para comprar, pero ya no me creen”.
4. El trueque: El Diccionario de la Real Academia Española define “trueque” en su segunda acepción como: “Intercambio directo de bienes y servicios, sin mediar la intervención de dinero”, una práctica que, bien valga recordarlo, existe desde mucho antes de la creación de la moneda.
Pese a los siglos de distancia desde la aparición de las primeras formas de dinero en el siglo VIII antes de Cristo, de la creación de los primeros bancos por los Caballeros Templarios en la Edad Media, y pese al centenar de billetes que circulan en Venezuela gracias a la devaluación, la escasez generalizada ha llevado al venezolano a incurrir en esta práctica para paliar sus necesidades. Hay incluso quien plantea equivalencias entre una lata de leche y dos paquetes de pañales según sea la marca… todo como parte de la realidad que parte del desplome productivo generado por la estatización de la economía nacional.
5. La ‘vaca’: cuando la necesidad arropa a todos bajo un mismo techo, y la cooperación se antoja como única salida, se asoma la típica idea del fondo compartido: la tradicional “vaca” que antes gozaba de fines ulteriores como entretenimiento, salidas nocturnas y otros tipos de compartires nada relacionados con necesidades básicas.
La contribución de cada miembro de la familia para comprar ciertos rubros para luego repartirlos también se ha hecho costumbre entre los venezolanos. Todo queda en familia o entre amigos. La repartición se hace fiesta y se esquiva, un día más, la precariedad de los anaqueles venezolanos.
6. Hacer la cola… y nada más: cuando todas las peripecias fallan, cuando el hambre y la humillación golpean hasta brotar lágrimas, y cuando la realidad grita de nuevo que el salario no alcanza, no queda más opción que hacerse de paciencia, respirar profundo y apuntarse detrás de la última persona en una cola. Poco queda decir sobre esta realidad cuando Ciudad Guayana ha sido testigo de la indignación en la espera, de los llantos ahogados en quienes deberían estar de júbilo, de saqueos por desespero y de inocentes que mueren como daño colateral de la crisis.