El paisaje urbano en Venezuela ha cambiado al incorporar ríos de gentes arremolinados en torno a supermercados vacíos y farmacias, publica El País de España.
Venezuela no sólo tiene el record de la inflación más alta del planeta. Siempre destaca pujante entre los finalistas de los países con mayor índice de inseguridad y crímenes en el mundo. Tiene el presidente -obviando al mayor de los hermanos Castro- más amenazado de la historia por toda suerte de entes y artilugios magnicidas: desde monjas Ninjas provistas de crucifijos afilados como puñales, o mosquitos inoculados con sustancias radiactivas de picadura letal; hasta teléfonos celulares que emiten señales tan agudas que hacen explotar el cerebro como sandías lanzadas contra el pavimento. Nada de que asombrarse; salvo la inquina del eje Madrid-Miami-Bogotá, para fabricar guerras económicas y atentados neonatos. Afortunadamente para los venezolanos, el primer mandatario siempre descubre a tiempo las conspiraciones y las expone a la luz del día.
Desde hace un largo tiempo, Venezuela, ha añadido un blasón a su vitrina de trofeos infames: el país con las colas más largas de la tierra, luego de la caída del comunismo. El paisaje urbano ha cambiado al incorporar ríos de gentes arremolinados en torno a supermercados, farmacias, o los mercados oficiales vacíos de productos siquiera para medio llenar la canasta familiar. El Gobierno, en su afán de intervenir la economíaimpuso un control de precios drástico, lo cual aunado al control de cambio que le dejó de herencia el finado presidente Chávez, ha terminado de estrangular a la economía y a los venezolanos. La ausencia de dólares por el bajón petrolero acabó con el espejismo de unas arcas siempre repletas y puso en marcha la máquina de fabricar bolívares las 24 horas del día. Ya no hay billetes viejos, estropeados por el tránsito de mano en mano; ahora son todos frescos, sin arrugas, huelen a nuevo, como recién impresos. El sueño de todo falsificador.
Los noticieros que se atreven -o pueden- muestran las serpientes multicolores de compradores, atascadas por horas alrededor de los dispendios, como dormidas bajo el calcinante sol caribeño. Paraguas que hacen de sombrillas, periódicos y revistas de anteayer que obran de sombreros, manos que sirven de viseras como quien escruta un horizonte siempre vacío, conversaciones esporádicas, rabia acumulada que a veces explota, se amotina, y termina en un fogonazo de saqueo. Hay de todo en la cola: amas de casa, guardianes del puesto, niños, mujeres embarazadas, especuladores de poca monta y alto precio, revendedores a domicilio, buscadores de lo que se encuentre, y guardias nacionales, de verde, como caimanes al acecho de su tajada. La cola, es una forma de vida, un microcosmos en expansión. Como en aquel cuento de Cortazar, La autopista del sur, donde atrapados por un fenomenal atasco de tránsito, los automovilistas charlan, se enamoran, quedan embarazadas ellas, son solidarios, egoístas, se intercambian lo que tienen, o lo esconden, hacen infinitas conjeturas sobre lo que les sucede, y alguno se suicida por una culpa añeja. La cola, el atasco automotor, como mis en scène de la vida.
El Gobierno no atina -o no quiere atinar- con las medidas que pongan remedio a la escalada sideral de los precios de la canasta básica (la infografía comparativa que publicó El País sobre el tema, es más que elocuente) y se sigue refugiando en las medidas punitivas que ya han fracasado en todas partes. Sus socios en el ALBA -al menos hasta ahora- huyen de las colas y la hiperinflación como Drácula de las ristras de ajo. Saben, por experiencia propia, que consignas con hambre no perduran.
La oposición democrática venezolana tiene una oportunidad de oro en las elecciones parlamentarias del 6 de diciembre -las encuestas reflejan un hastío generalizado con el Gobierno- si logra transformar el hartazgo en un contundente triunfo electoral. Sería el comienzo de un período duro y complicado para impulsar desde la Asamblea Nacional (AN) las medidas que el gobierno se niega a tomar ahora. Paradójicamente, en una larga fila, pero de votantes serpenteando los centros de votación, estaría la eventual superación del actual estado de cosas. Una cola mataría a otra cola.