A finales del siglo pasado, surgieron conductas moral y públicamente sancionadas. Una libre y sensible opinión pública, las reprobaba y lograba inhibir al eventual infractor para reforzar un indispensable sentido de convivencia, siendo innecesaria la agresión física, pues bastaba una directa mirada de reproche al victimario.
Enunciados algunos casos, el desenvolvimiento en el Metro de Caracas, por más prisa que se alegara para abordar los vagones y emplear las escaleras mecánicas que funcionaban impecablemente, en un ambiente limpio de toda propagada y publicidad, política y comercial, excepto los ingeniosos y continuos diseños gráficos de las campañas que lo convirtieron también en escuela de civismo, solía impedir o pacíficamente evitar que alguien forzara las puertas automáticas, consumiera bebidas y alimentos, ejerciera la mendicidad o se atreviese a grafitearlo. No fue frecuente la directa llamada de atención de las autoridades de un sistema de transporte que cumplía un horario más amplio de servicio, frente al transgresor de las normas que inmediata y tácitamente era señalado por el público que lo rodeaba, cohibiéndolo prontamente.
Trascendiendo los hemiciclos del parlamento, la proyección, discusión y sanción del Código Orgánico Procesal Penal, luego promulgado, amplió tan significativamente la consciencia sobre los derechos humanos a respetar que ya pocos funcionarios se arriesgaban al maltrato de cualesquiera persona bajo sospecha, presumiendo su inocencia y diferenciándola de aquellos delincuentes obviamente peligrosos y para los cuales utilizaban otros y más adecuados métodos. Hay testimonios en la prensa de la época, sobre la denuncia y la tramitación de los abusos policiales, aminoradas las públicas detenciones bajo el protocolo arbitrario del pesquisador que debía serlo antes que el caprichoso golpeador del ciudadano desprevenido que ni se enteraba del motivo que lo llevó a sellar el rostro contra la pared, con o sin cédula de identidad en mano.
Igualmente, la sola posibilidad de un favor hecho a personas extrañas a las empresas del Estado para su transportación, merecía la inmediata condena pública y le auguraba un severo cuestionamiento al peculado, revirtiendo así una modalidad que fue segura práctica de viejas gestiones. Las antes famosas “colas de PDVSA” o de cualquier entidad estatal que facilitaba sus aviones para el traslado corto o largo de la dirigencia política, afectaba rápidamente el prestigio del beneficiario hasta asegurarle un bajo y riesgoso puntaje en la estima de propios y extraños.
Los tres casos ilustrados reflejan la emergencia y consistencia de una moral pública que pudo resultar – acaso – paradójica, pues apareció en medio de una crisis generalizada del país, a la vez que reveló fuertes indicios de una tendencia ética alternativa. Al empleo ordenado del subterráneo, contribuyó una decidida campaña institucional, además, convincente por la eficaz prestación del servicio; al logro de una distinta normativa procesal penal, ayudó la diligente preocupación de los parlamentarios que la trabajaron con vocación pedagógica; y al debido uso de los costosos medios aéreos del Estado, tributó la denuncia de los abusos convertidos en noticia y propósito de corrección.
Evidentemente, tergiversada una tendencia ética que espontáneamente surgió de la rutina ciudadana, huelgan los comentarios sobre la inmoralidad pública que ha impuesto un régimen que nos sentencia – cada vez más – a la burda supervivencia. Únicamente señalaremos, por una parte, la imposibilidad real de conocer y – mejor – saber del específico empleo de los recursos del Estado por quienes exhiben como única credencial su adscripción al PSUV, constituyendo un delito de hecho que la prensa procure indagarlo, salvo – fuera de su alcance – la extranjera que pudo avisar del reciente arribo a Cuba de Rodrigo Londoño Echeverri (“Timochenko”), en un avión de PDVSA, masificado el peculado de uso para las campañas electorales y otras actividades partidistas; y, por otra, de acuerdo a sobrados testimonios de amigos, el comportamiento botarata y arrogante de los acaudalados relacionados con el gobierno venezolano que pueden brindar en cualquier capital del mundo, como el de los numerosos funcionarios diplomáticos y consulares que, faltando poco, no son de carrera, dibujan el recurrente exilio dorado de quienes – ligándolo – establecerse definitivamente en el extranjero so pretexto del cambio nacional de régimen.
La también divertida retórica gubernamental, poblada de falacias antes inconcebibles, resulta en una degeneración de conductas que todavía no triunfan definitivamente por la resistencia cotidiana del ciudadano. Y nos remite al problema de la autenticidad, recordándonos las viejas lecturas de Ignace Lepp.
@LuisBarraganJ