II.
«El guión está destinado a morir para dar vida a la obra», dice Armando Coll, en el Tegel, y yo pienso en que toda esta calamidad, de país que nos agobia no es sino una especie de guión. Lo pienso en forma de pregunta. Y si somos ese guión, escrito por la historia supongo yo, significa que estamos destinados a morir para que quienes nos sigan puedan vivir y alcancen todo lo que hoy se nos niega. Esto también lo pienso en forma de pregunta. Y no veo nada patriótico ni gracioso en el asunto porque nuestra vida es única e irrepetible. Pienso, pues, en la vida que no he vivido y en unas gentes miserables que me la han negado. A mí la patria de Bolívar no me interesa. Me desvela la mía y la de mis hijos. De los héroes estoy hasta el cuello. Y de la patria hasta la coronilla. Soy un hombre lleno de maldad, diría cualquiera. Va de pregunta, por supuesto. Pero recuerdo, de pronto a Monsieur Meursault y la adaptación dirigida por Luchino Visconti, en 1967, con Marcello Mastroianni, que he vuelto a mirar no hace mucho y entiendo que nuestras madres son, también, una especie de guión, pero no por ello Monsieur Meursault está dispuesto a morir, ni siquiera a llorar, aunque esto lo convierta en uno de los personajes más despreciables de la literatura.
III.
«El guión está destinado a morir para dar vida a la obra», dijo Armando Coll, en el Tegel, y se ha quedado mirándome, igual que Zitelmann, igual que Mercedes y María Paula. Se han quedado mirando mi cara de pánico y no entienden lo que está pasando. El instante angustioso parece eterno. Mercedes se sopla con su abanico chino y espera, pero luego llega Karl Krispin y desbarata, con su acalorada elegancia, la tensa escena. Él no sabe que ha desbaratado nada. Ni lo sospecha. Solo dice que es hora irnos a su casa de la calle Guaicaipuro. Armando Coll me mira, muerto de risa, y sabe que yo he pensado en el Monsieur Meursault de Visconti, pero que no me he atrevido de decírselos. Que he sido un cobarde. Un Meursault pasado por agua.