Iniciamos la jornada acercándonos y compartiendo con una ciudadanía que, por diferentes motivos, por distracción o alguna diligencia pendiente, se ha sentado a tan tempranas horas frente al templo católico que no tardó en iniciar el oficio. De distintas edades, ocupaciones y desocupaciones, consuelos y desconsuelos, nos escucharon, dialogaron, rieron y también lloraron.
A ella, la encontramos sentada y solitaria en el banco, atendiéndonos con recatada cordialidad. Inevitable, la conversación nos condujo a la inseguridad personal y, lentamente, se llenó de lágrimas: dos meses atrás, asesinaron a su hijo para quitarle el teléfono. Y, al llegar la persona a la que esperaba, abundando un poco más en la noticia, recordamos a las tantas otras personas que nos abrieron las puertas, en nuestro recorrido por dos sectores populares el día anterior, que clamaron por justicia al esgrimir una dolorosa y semejante noticia en ese repertorio del desespero en el que nos hemos convertido los venezolanos.
Tiempo más tarde, adolorido de la pierna, debía cumplir con otro compromiso junto al diputado Hernández, pero antes pasamos momentáneamente por la casa de su hermano. Notamos un pendón enorme con el rostro sonriente del sobrino, multiplicado en la sala del modesto hogar, confiándolo a Dios: después, Cheo explicó que, dos años atrás, al hacerle el favor a otro muchacho, sin saberlo objeto de la pesquisa de una banda, les colmaron de proyectiles y la sencilla diligencia que hacía por comprar pan, se convirtió en una muerte injustificable a plena luz del día de un fin de semana que lucía prometedor.
Sobresaturados por las más contradictorias noticias, lidiando con una rutina que nos desborda, solemos vivir una normalidad que no es tal, intentando no ahondar en las facetas de una realidad que nos asfixia, signada por el poder establecido como una banalidad soportable, repleta de eufemismos. Ésta es la cultura de la muerte, la que acepta y convierte el trámite prematuro y violento, tan inútil como soporífero, en un país que formalmente no ha declarado la guerra, como algo sustancial, intrínseco, inherente, que tiende a consolidar la resignación frente a cualesquiera circunstancias que nos toque enfrentar.
Hemos llegado a los extremos de una situación que revienta en la legítima reacción y protesta, porque más de veintitantos miles de muertes anuales, no es – precisamente – una normalidad que debamos festejar, aplaudiéndose el poder establecido porque el saldo de sus operativos marcados con las siglas “OLP” que también invocan sendos actos terroristas, no habla de un Estado responsable, eficaz y cumplidor. Faltando poco, el menor gesto de disidencia es respondido por el gobierno con una violencia represiva tal que, en menos de un año, se llevó por el medio a más de 40 muchachos y, cobardemente, intenta imputar a otros por sus propios crímenes, aceitando la monumental maquinaria de la mentira a la que no le importa las náuseas que provoca.
Licuados en un odio muy bien planificado, sobran los ejemplos de países totalitarios que se inventaron guerras, moliendo elevados porcentajes de la población en los cementerios que ya ni lápidas tuvieron para ensayar un tributo. Hubo países democráticos que incursionaron en la guerra, pero también la tragedia tuvo imitaciones importantes que el debate libre y abierto procesaba, remitiéndonos a Viet-Nam y a Argelia como ejemplos que no solemos ponderar desde la otra perspectiva.
¿A qué nos conduce esta cultura de la muerte? ¿A legitimar la propia supervivencia del poder establecido, como ocurrió con Cuba y Angola? ¿Aceptarán las familias venezolanas que mañana se inventen un conflicto con terceros países o una guerra civil, literalmente donando la vida de sus hijos? ¿A qué nos lleva esta normalidad forzada de una violencia generalizada, absurda y nunca antes experimentada por el país?