«Ser profesor es iniciar también a los alumnos en el trato con la muerte por medio de la literatura», dice Ramírez Requena, en la entrada del 12 de octubre de 2013, de su diario, «Constancia de la lluvia». Ese día, pero del año en curso, leo que vivimos en uno de los lugares más violentos del mundo. Y pasada un poco más de una semana, el 21 de octubre, celebraron con bastante ruido, el día de «Back to the Future», pues los personajes Marty McFly, Emmett «Doc» Brown y Jennifer Parker viajaron, en el film de Robert Zemeckis, desde 1985 a 2015. Las tres lecturas son, en verdad, una sola, divididas apenas por el azar y por una mediocre percepción de la realidad y el tiempo: la inefable periodización de los sucesos.
Empecemos, no obstante, por la última, para de inmediato mezclarlas, batirlas y hablar de ellas como una sola: Y digamos que nunca es buena señal que el futuro llegue porque el futuro es utopía; pienso esto a raíz del celebratorio de «Back to the Future». Pero ciertamente, y en medio de esta tragicomedia revolucionaria, podría uno decir que el futuro nos ha defraudado, y cuando esto sucede no queda más remedio que imaginar uno nuevo. No hacerlo sería rendirse y dejar que la muerte nos gane por forfait, es decir, convertirnos en zombis.
¿Y cómo hace uno para iniciar a los alumnos en el trato con la muerte si para eso hay que estar vivo? En cuanto a esta otra nota, o lectura, puedo decir que el hábito societario de ir a clases, de enseñar y aprender está desahuciado. Eso pasa cuando se es zombi. O, por lo menos, cuando se anda en modo zombi. Enseñar y aprender es un acto futurista. Esencialmente utópico. De nada sirve aprender a tratar con la muerte si ya estás muerto. Y articularse a formas corrompidas y degradadas de existencia, para solo sobrevivir, anulando nuestras capacidades y nuestro mundo interior, es una forma de suicidio. De muerte súbita. De manera que la relación de 82 decesos violentos por cada cien mil habitantes aumentaría espantosamente, como si ya no lo fuera. En fin, recuerdo que Wilde dijo, o alguien dijo que él lo había dicho en alguna parte, que: «Lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe». Esta sentencia expresa la tesis ontológica de la revolución que padecemos. Vivimos en un país que no recompensa el trabajo sino la lealtad del idiota, que valida con creces la teoría de la estupidez de Tabori y del rebaño desconcertado de Walter Lippmann. Y que ha logrado que la juventud deje de regirse por el bello y egocéntrico principio de Ptolomeo, pero que en ningún modo se trata de una mirada inteligente de la realidad, sino de la pérdida de un sueño que debería pasar por encima de toda racionalidad, porque a fin de cuentas es la única vía para alimentar el deseo de vivir.
Lo cierto es que los muchachos llegan al salón de clases derrotados por adelantado. Y los profesores competentes —como dice Baricco— deben medir en los silencios de sus alumnos, las ruinas que ha dejado la horda. Entonces el daño ocasionado por los bárbaros, a su paso, pudiera ser irreversible. Así que más que pizarras y video been, necesitamos carritos de reanimación cardiopulmonar en cada aula. Enseñarlos a lidiar con la muerte es una forma de superar el cansancio cósmico y catastrófico que nos abate y que deja el pesimismo cuando nos ronda.
@EldoctorNo