Maduro ha asomado lo peor de sí mismo durante esta campaña electoral que recién culmina. No en balde sus constantes intervenciones en cadena hicieron sucumbir la popularidad que ya más bien adeuda y hasta generado una inquietante animadversión e impotencia en el común ciudadano de la calle, sorprendido por la exigua capacidad de un gobernante para entender la realidad que padecemos
De lenguaje soez y penitenciario. De actuar belicoso, chantajista, intrigante, chismoso, grosero, patán, burlón, abusivo y pendenciero, Maduro optó por realizar más que una campaña electoral para sumar viejos adeptos ofendidos, que aún sirvieran para su propósito, en una cruzada de odio irracional e incoherente contra todo aquello que no simulara simpatía por sus juicios y especulaciones de una guerra imaginaria, que en contexto no es otra cosa que una excusa superflua por el grado de impericia para tomar medidas contundentes como el viraje en 180 grados de una economía colapsada por el sistema marxista que representa, y la descomposición de valores dentro de sus filas, sus familiares, y los militares que aún lo sostienen, que terminaron saqueando toda la riqueza habida del tesoro nacional hasta quebrar una nación petrolera.
El heredero pródigo que dilapidó todo el capital político de Hugo Chávez en menos de 3 años pretende quemar las naves que aún le quedan secuestrando al país. No hay duda de que estamos atrapados en la más descomunal de las miserias, con crueles niveles de escasez, inseguridad e inflación nunca antes vistos, aunque la ideología chavista insista en esconder la realidad para que no exista.
El BCV por ejemplo, no emite cifras de la crisis porque la institucionalidad fue confiscada por los jefes de esta organización, que decide bajo estricto secreto los asuntos que son de interés público.
En 17 años la revolución solo ha servido para destruir la institucionalidad del Estado venezolano y convertirla en apéndice para los negocios variados de los dueños del PSUV, con extensión de uso para sus descendientes de segunda y tercera generación que realizan negocios turbios con el erario de toda una nación, según sus caprichos para nada socialistas.
Cuando las instituciones son esclavas de un grupito de privilegiados es imposible que el país se desarrolle y crezca o se le dé la importancia debida a la visión de sus ciudadanos. Se es lacayo de esos grupos o no se es más nada.
En los últimos años los venezolanos hemos visto como han imperado los atropellos, la corrupción, y la maldad. Con una orden dictatorial retienen y hacen presos a gerentes de tiendas para responsabilizarlos de las colas o la escasez de productos, o detienen periodistas que escriben testimonios que son incómodos para esa monarquía revolucionaria que no gusta de ser molestados sobre sus altos estándares de vida, mientras la marea roja que trabaja en oficinas públicas son tratados como esclavos de una esperanza que nunca llega y la gran mayoría malgasta su vida en una cola para llevar algo de comer a sus casas.
El venezolano ha tenido que abandonar los oficios en lo que son buenos para buscar resolverse la vida en el chiquero de infelicidad en el que convirtieron el país.
Aún así la única respuesta del chavismo es que si no ganan el domingo estaremos condenados a sufrir los embates de su cruel revanchismo y hasta perderemos “la paz y la estabilidad” que a su juicio aún existen. Es evidente que Maduro cambió las promesas electorales por las amenazas.
El gobierno desestima los sondeos de opinión difundidos en las últimas semanas por todas las encuestadoras, incluso del propio gobierno, que pronostican una derrota inédita para esta élite no acostumbrada a perder
Es posible que lo que ocurra el domingo sea inimaginable no solamente para este “aburguesado” chavismo alterado en estado de negación, sino para la propia opción opositora que aún debe abrir los ojos para aprender de los más humildes, e incluso para el mundo que por mucho tiempo nos dio la espalda y que ahora, quién sabe por qué razón o corazonada estarán observando la rebelión del silencio en las colas, en las calles, en millones de personas con el meñique derecho bañado en tinta, doblando la trampa en número, cuidando hasta el último momento ese voto tan duro y pesado como las equivocaciones que se pagan en vida, esperando con ansias los resultados irreversibles, después de tantas horas de intolerancia insufrible, de humillaciones, envilecimientos y desprecios, de gente que lleva rato andando de una cola a otra para buscar alimentos, que deben cargarlo en brazos porque no hay bolsas y pagarlos a precios exorbitantes de cesta básica que supera los 100 mil bolívares con sueldo mínimo de 10 mil bolívares al mes.
Gente reducida a un número, un pedazo de papel firmado que no es promesa de nada en lo último de la fila muy temprano en la madrugada, un grito de sargento para que te formes de nuevo más acá, gente que dejó las diferencias políticas por la necesidad, indignada, maltratada, vejada, excluida, sin medicamentos, enseres, artículos de limpieza o de higiene, que viene de padecer el desmembramiento de su familia bien sea por el éxodo o el hampa que se lleva de forma violenta 25 mil vidas al año.
Es el alto costo que nos obligaron a pagar por ser venezolanos.
A pesar de la desconfianza del 66% de los votantes ante un CNE controlado por el gobierno, el 87 % está dispuesto a activar la única arma ciudadana que nos queda para avanzar poco a poco. Todo a su tiempo.
Habrá una rebelión del silencio decidida a votar porque los venezolanos nos negamos a ir a una guerra civil para matarnos entre hermanos. También porque pagamos un precio muy caro para darnos cuenta que la alternabilidad y el reconocimiento del otro es la única opción posible para sembrar de nuevo y vivir en paz.
@damasojimenez