Las utopías son agujeros negros que pueden tragarse todo. Ya lo dijo Ian McEwan: «La utopía es una de las nociones más destructivas». Le doy vueltas a estas ideas después de leer algunos párrafos de El socialismo (1855) de José Ignacio Abreu y Lima: «El socialismo es el designio de la providencia», afirma este ilustre militar, político y escritor brasileño sin que le tiemble el pulso. Trato de ser paciente y voy aceptando que la vida real necesita de una dosis de utopía. Digamos, de ciertos peligros y hasta de cierta tendencia autodestructiva para no olvidar a McEwan. Y recuerdo el epígrafe de El paraíso en la otra esquina (2003): «Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe». La cita pertenece a Paul Valéry y fue tomada de Breve epístola sobre el mito (1956), pero en ese corto ensayo también dice que los mitos son el alma de nuestras acciones, y que solo se puede obrar moviéndonos hacia un fantasma. El texto es amplio en cuanto a la idea del mito, va desde los monstruos hasta el amor, así que no cuesta tanto extenderlo a este asunto del que hablamos (el socialismo). De modo que esa idea del fantasma, pensemos ahora en el socialismo como fantasma, puede ayudar a buscar formas de mayor inclusión y provecho colectivo dentro del capitalismo real (y la democracia). Pero lo cierto es que el socialismo jamás ha existido ni existirá. Solo ha sido un discurso, en apariencia irrefutable, de tinte religioso, para desplegar regímenes divorciados de los derechos humanos más esenciales. No se me olvida un número de la serie de Pepe Carvalho, Roldan, ni vivo ni muerto (1994) donde un personaje le hace un chiste al famoso detective: «¿Sab??is lo que piensan los comunistas?: todo lo mío para mí, lo de los demás a repartir».
Creo, no obstante, que es necesaria esa sociedad prescriptiva. Y creo que la construcción simbólica, pensemos en la democracia, por ejemplo, pasa por dar espacio a esa búsqueda de lo que no existe. Pero lo que no se puede hacer, jamás, es imponer lo inexistente, llenar los espacios de poder con «verdades intangibles», porque el resultado sería la destrucción de lo real.
Recuerdo uno de los relatos de 200 Breves (2015), de Karl Krispin, donde el narrador ha fastidiado un rato largo al octogenario, Luis Alfredo López Méndez, para que este se tome la molestia de autenticar una de sus obras, y ya capturada la firma, el narrador le dice: «no le quito más tiempo, maestro», y el angustiado viejo le responde a secas y con malacara: «es que no puedo dárselo». Y eso es, después de todo, lo que nos ha sucedido: a las utopías no podemos darles tiempo, es una noción irreversiblemente destructiva (otra vez, McEwan), consume la vida de una persona sin avizorar ningún logro, pero a la vez es necesario, siempre, mantener presente sus consideraciones y que lo descriptivo acabe alimentándose de lo prescriptivo. No desdeñemos la idea de ser, eternamente, una sociedad en construcción. Afirma Cansino que «la democracia no es ‘facticidad’ o ‘empiria’ sino un símbolo. La democracia no puede concretarse sino simbólicamente», es decir, la sociedad democrática no se sostiene porque los grupos depongan sus utopías, sino porque son capaces de crear un espacio de discusión donde se integran en función de lo realizable, pero si algún grupo toma el poder e impone sus orientaciones, su utopía, desplazando los pareceres de los demás, por minoritarios que sean estos grupos puestos de lado, se da paso, entonces, a una sociedad inexorablemente totalitaria, concluye el autor en La muerte de la política (2008), una obra que, dicho sea de paso, recomiendo para las congojas y sinsabores de por estos días…
@EldoctorNo