Fujimori fue un precursor del autoritarismo del siglo XXI. Había sido electo en 1990, derrotando a Vargas Llosa. Un recién llegado a la política, en campaña se oponía a la liberalización económica y atemorizaba al electorado con la austeridad que proponía su adversario. En realidad fue gato por liebre, ya que ni bien llegó a la presidencia implementó un draconiano ajuste y reforma estructural. Fue el Fujishock.
La búsqueda de la discrecionalidad en la política económica, junto a la amenaza terrorista de Sendero Luminoso, le sirvieron como pretextos del autogolpe de abril de 1992. Fujimori disolvió el Congreso, suspendió la constitución y avasalló al poder judicial, removiendo más de una centena de jueces y fiscales. La OEA denunció el golpe, reclamando el retorno a la legalidad democrática. Brasil, Costa Rica y Argentina retiraron sus respectivos embajadores. Este último y Chile solicitaron la suspensión de Perú de la OEA; Panamá y Venezuela rompieron relaciones diplomáticas. El expresidente Alan García se exilió en Colombia.
A partir de allí fue autocracia, sin adjetivos, con corrupción, arbitrariedad y abusos. Fujimori convocó a una convención constituyente, siendo una nueva constitución aprobada en un referéndum de dudosa legitimidad en octubre de 1993. Un verdadero traje a la medida, se postuló a un nuevo período en 1995. La Constitución de 1979, vigente hasta entonces, no autorizaba la reelección inmediata.
La coerción estaba en manos de su jefe de inteligencia, Vladimiro Montesinos. En él se centralizaban la información, el control de los medios y los jueces, el espionaje de los opositores, la corrupción, el narcotráfico y las violaciones a los derechos humanos, entre ellas las masacres de Barrios Altos y La Cantuta.
Ante formas autoritarias innovadoras—como el “golpe judicial”—hay que responder con más innovación democrática.
Sobre esta base Fujimori buscó su tercera presidencia. En lo que ya es un clásico, su argumento fue que le correspondía un segundo período bajo la Constitución de 1993, ya que el primero había sido bajo la de 1979. El proceso electoral concluyó con Fujimori nuevamente reelecto en Mayo de 2000, pero bajo múltiples denuncias de inconstitucionalidad y fraude, además del acoso de las protestas sociales.
La OEA mantuvo un activo papel, auspiciando la Mesa de Diálogo. El régimen entró en acelerada descomposición al revelarse videos incriminatorios de la corrupción de Montesinos. Fujimori huyó, enviando su renuncia a la presidencia por fax y desde Tokio. Ello abrió paso al gobierno de transición de Paniagua, entonces Presidente del Congreso. Javier Pérez de Cuellar, ex Secretario General de Naciones Unidas, fue Jefe de Gabinete y Canciller, dándole fuerte impulso a la idea de la Carta Democrática.
¿Suena conocido? El Perú de los noventa obliga a recordar la lección del multilateralismo porque ninguna crisis democrática es materia exclusiva de la soberanía nacional. El proceso de la Carta Democrática fue gradual. Primero la Mesa de Diálogo en Lima, luego la adhesión de algunas naciones, la posterior Declaración de Québec en la Cumbre de las Américas de abril de 2001, las negociaciones y el borrador de la Carta en la Asamblea General de San José en mayo, y su redacción final y aprobación en Lima en septiembre.
Dicho proceso también es una lección de creatividad: frente a crisis que presentan desafíos desconocidos, se deben buscar fórmulas institucionales nuevas. Debería ser un espejo para la crisis venezolana. Las rupturas ya no son por medio de golpes militares, ni tampoco autogolpes como el de Fujimori. Ante formas autoritarias innovadoras—como el “golpe judicial”—hay que responder con más innovación democrática.
El mayor valor de la Carta Democrática fue que, con Perú como preocupación especifica, definió un conjunto de normas de aplicabilidad general ancladas en una estrategia multilateral. Esa podría ser la metodología a seguir hoy en Venezuela.
Twitter @hectorschamis
Publicado originalmente en El País (España)