Voy a relatarles mi modesta experiencia con eso que se llama la agricultura urbana: tengo un balcón de tres metros por uno y medio en el que desarrollo mi afición ancestral por la agricultura. Para comenzar, hay que comprar porrones, tierra, conseguir semillas y armarse de rastrillo, cuchara y paciencia. He probado con todo lo que la ministra sugiere: he sembrado lechugas y lo que me nace son unas miserables hojitas verdes. La única vez que pude hacer una ensalada -para una sola persona- fue cuando recogí simultáneamente toda la cosecha de ocho porrones plásticos. He sembrado tomates. No sé si la ministra sabe que el tomate es una enredadera. Hay que ponerle palitos al lado de la planta e irla amarrando con pabilo en la medida en que crece. Lo hice también y pasé semanas amarrando, regando y esperando, salieron tres flores y se murieron dos. De la que quedó, salió un miserable tomate con el que completé para una ensalada y pude entender plenamente aquel repugnante chiste de Verdaguer: hay algo peor que encontrase un gusano en un tomate, es encontrarse la mitad de un gusano. Probé también con el cebollín, corte la parte de arriba y enterré el bulbo en una vaso plástico con las raíces. Creció un hijito de cebollín al que podo con una tijera de cocina y que brinda a la sopa una tenue remembranza de cebollín. Sembré pimentón y le cayó como un animalito blanco que cubrió la planta y la arruinó. Hasta la yerba buena, ministra, que crece salvaje, a mí se me secó. Del perejil saqué una vez para una tortilla. El cilantro sí se me ha dado bien, pero ya sabe usted que no solo de cilantro vive el hombre. Sembré vainita, otra enredadera. Se dio y de vainita saque 4. Según mis cálculos para un almuerzo de tres personas se necesitan cuatro balcones. Sembré maní y coseche dos miserables maníes. Usted dirá con razón que el pavoso soy yo, ministra, pero créame -con todo el afecto le digo- que no creo que podamos subsistir con nuestros balcones.
Mis ancestros fueron agricultores desde tiempos inmemoriales, para sembrar ellos lo primero que tenían que hacer era “construir la tierra”, en los lomos de lava del sur de Tenerife. Bien les habría venido un “ministerio de edificación de agricultura”. Tenían que levantar paredes para construir terrazas. Mientras los hombres hacían las paredes, las mujeres cargaban la tierra con cestos sobre sus cabezas. Una vez que se “construía” en sitio para sembrar, había que conseguir el agua para regar. Para ello se abrían galerías (como minas) en la tierra. Había que abrirlas a una altura tal que la gravedad (la ley, me refiero, con permiso del TSJ) permitiese llevarla a los terrenos por canales que también había que construir, que aún al día de hoy se usan y se llaman “tajeas”. Seguramente entenderá por qué tantos canarios emigraron a Venezuela y cómo se llegó a la extinta Agroisleña. Sembrar y cosechar en nuestra tierra es una bendición, claro, siempre y cuando no lo hagas con un gobierno en contra.
Ministra, perdone, ¿no nos vendría mucho mejor crear un ministerio de agricultura agrícola? No sé, digo yo en mi ignorancia del tema.