No, diputado Ricardo Molina. No poseo 6 ó 9 pares de zapatos. Con las botas de jardinería, los “guachicones” y las alpargatas, llego a 17 pares. Muchos de ellos, tienen 6 y más años. Y tengo cerca de 3 años que no me compro unos nuevos.
Trabajé 23 años en la universidad venezolana. Otros 5 más en la Siderúrgica del Orinoco. Después uno en la sede central de IPAS-ME. Y otro más como asistente de cátedra en la UCV. Total, que le trabajé al Estado por cerca de 30 años.
Ahora tengo poco más de 5 años como trabajador jubilado. En mi casa no hay papel sanitario, ni crema para afeitarme la barba. El champú escasea. La leche en polvo se acabará pronto. Comemos carne una vez a la semana.
Mi esposa, con más de 25 años como docente universitaria, y con doctorado, hace magia y logra intercambiar productos de la cesta alimentaria. Estoy tomando uno de los hipertensivos, de por vida, con la fecha vencida. Y eso porque mi vecino me los donó, de muestra médica.
Cada miércoles me visto con ropa de “cuero de cocodrilo” para hacer mi cola de la juventud prolongada. Siempre intento llegar a primera hora (entre 6:30-6:45) pero a esa hora ya tengo un batallón de canas superior a las 200 personas.
Difícilmente salgo antes de mediodía. Son mínimo entre 5-6 horas. Los rostros mañaneros de mi gente conocida son pura caña dulce de la mejor venezolanía. A primera hora la gente cuenta sus historias. Hijos y nietos que se fueron lejos. Orgullo de haber trabajado en empresas privadas, o al Estado. Maestras, directoras, supervisores de obras. Una que otra doñita que se hizo conocida por su trabajo de costurera. El otro señor, serio, calvo, que solo lee El Impulso. Otro más que se adelanta y señala a la “inspectora popular” que viene a recoger cédulas.
-Ahí viene Mirtha. Dicen quienes ya le conocemos. Ella, con su particular voz de maestra de tiza y regla, sentencia. –Buenos días, mi gente. –Ustedes son el lote 12.
Y cada lote es de 25 personas. A mí me tocó el número 3. Entonces tengo delante 277 personas. Pero del otro lado, en la cola de quienes no tienen ni 55 ni 60 años, también hay gente. Mucha más que la de este lado.
Entonces me preparo, me “sicoseo” para pasar horas de espera. Con sol y olores de cochinera y cloacas. Además de los camiones y gandolas que llegan a dejar sus productos. El ambiente se perfuma con gas del bueno de los tubos de escape de esos vehículos.
Entonces me acerco a la entrada. El gentío tapa el acceso. La gerente, con su larga cara de muerto, parece un ser salido de una foto del holocausto judío. Cual “I latina” da órdenes. Exige que nadie esté en la entrada. Selecciona las personas a quienes les dará prioridad.
Entonces presencio una larga procesión de humillados. Tullidos. Una señora, ya cerca de los 80 años, con tapaboca. Muy desmejorada. Otra que le falta una pierna. Otro señor en silla de ruedas. Una joven madre con su hijo, con severo daño cerebral. Otra más, con la panza cerquita de los 9 meses. Otra que solloza mientras se levanta la falda y muestra su pierna hinchada, de venas azuladas.
Entonces un señor se acerca y le muestra a la Inspectora popular su barriga, donde se ve una cánula y una bolsa llena de orine.
Entonces me acuerdo que estoy frente a un supermercado y no en la emergencia de un hospital. Aquí se vende comida. No se atienden emergencias. Pero el desfile es largo. Muy largo, caluroso, maloliente y humillante.
No, ministra de sanidad. Los venezolanos no hacemos uso indiscriminado de medicinas. No las usamos para comer como caramelos. Es que no hay. La directiva de la asociación farmacéutica ha indicado que hay desabastecimiento en cerca de un 80%. Y piden que se declare la emergencia humanitaria por falta de medicamentos.
Entonces me devuelvo a mi cola. Estoy saturado de sufrimiento. Mi vista quiere observar mejores ángulos. Pero los rostros que miro son de gente que expresa preocupación, incertidumbre y necesidad.
Ahora en mi cola la gente de la tercera edad está agotada. La gran mayoría llegó antes de las 6 de la mañana. Son las 10:47 y el sol aprieta.
No, señora ministra de alimentación. Los anaqueles no están vacíos porque las neveras de los venezolanos están llenos. Es que todo está vacío: anaqueles, neveras y barrigas.
Siento pena al mirar los rostros de estos hermanos venezolanos. Muchos, como yo, o más que yo. Trabajaron 30, 35 y hasta 40 años. Ahora deberían levantarse de la cama después de las 8 de la mañana. Tomarse su cafecito mañanero y esperar la bendición de sus nietos. Pero madrugan. Se levantan antes de las 5 para salir y caminar junto a la soledad de las calles, y hacer una humillante cola.
No, señor diputado Héctor Rodríguez. La economía venezolana no se hizo (im)productiva por culpa de un pueblo analfabeta. ¡Usted miente!
La economía en Venezuela pasó de ser una economía rentista, bastante negativa, a ser una economía de maletín y de puertos, mucho peor, gracias a las orientaciones de Hugo Rafael Chávez Frías y de personas influyentes como usted.
Entonces, para mí, los miércoles son de colas, de rostros de hambre y de absoluta humillación.
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